¿JUDAS?.
Si, GRACIAS?
Autor: Rafael
Narbona Vizcaíno
(Prof. Historia Medieval Univ. Valencia)
Puede
resultar del todo ociosa la lectura de lo que es obvio y propio,
y aun más la narración y la explicación si cabe, de un
episodio indefectible del calendario festivo local, que sin duda
constituye uno de los referentes mas insospechadamente antiguos
e interesantes del patrimonio cultural de
Venta del Moro. Me refiero al ensayo ritual de representación
colectiva que lleva aparejado el Judas, el cual más que una
simple anécdota folclórica o una función religiosa anexa a
las ceremonias festivas, forma un esquemático drama teatral
que hunde sus raíces en la historia común de los pueblos, y
que cabría retraer en el caso de Venta del Moro a sus primeras
celebraciones y a los orígenes mismos de su existencia
histórica como comunidad vecinal.
La
noche del Sábado de Gloria en la que se barrunta la próxima
resurrección de Cristo comienza el protocolario y reiterativo
suplicio del Judas. Un muñeco de trapo y paja, que representa
al apóstol delator de la historia sagrada, es colgado del
campanario de la iglesia parroquial. No sólo se trata de
reproducir el fin del arrepentido suicida tal como relatan los
textos bíblicos sino más bien de recrear el castigo del impío
en una escena pública y con el protagonismo general de la
comunidad. Con el Judas venturreño se cumplen anhelos de
justicia” de la cristiana localidad según las propias
palabras del cronista local. Pero independientemente del grado
de asunción personal del credo la rudimentaria escenificación
del Judas, que tiene como actor y espectador a la misma
vecindad, permite desentrañar unos códigos antropológicos y
realizar aquí una lectura distinta y subjetiva. El suplicio del
Judas es un acto que acompaña y sobrepasa la liturgia
cristiana, que se vincula a las formas exteriores de
religiosidad popular a través de su sincronización con la
procesión del Encuentro, que no aparece regulado en parte
alguna pero que la tradición uniformiza y reproduce con la
memoria del calendario, encargando a los jóvenes mantenerla
viva y materializarla exclusivamente ante, por y para la
comunidad celebrante de la Pascua.
Siempre
son los quintos quienes se ocupan de que el monigote penda de la
torre hasta el amanecer del Domingo de Resurrección, mientras
tañen sin parar las campanas que la anuncian. Al Judas, allá
en lo alto, se le divisa desde casi todo el pueblo durante la
noche y sobre todo al amanecer, y es durante la temprana
procesión del Encuentro, y ante toda la feligresía, cuando el
Judas es despeñado. La caída y el choque contra el suelo
sirven de detonador para que un expectante grupo de niños,
pertrechados de bastones y cañas, comiencen a apalear al
monigote en la misma plaza, al lado mismo del lugar donde se
produce el Encuentro y mientras las campanas y a veces la
pólvora lo celebran. Después, todavía atado a la cuerda, es
arrastrado por algunas calles del pueblo para ser conducido a
las inmediaciones rambla. Este recorrido vial constituye
también un descenso metafórico hasta lo más bajo, hasta el
fondo, al lugar donde antaño iban a parar los desperdicios,
donde sus despojos son quemados y pataleados, arrojados o
abandonados junto a lo desechable y lo sucio.
Esta
breve representación por todos conocida que apenas dura unos
minutos en su parte principal, asociada a la
ineludible conmemoración del final de la Semana Santa,
constituye un rito común glosado de diferente manera en no
pocos pueblos
pero que apenas sobrevive hoy en algunos, sobre todo de Castilla
y Andalucía, donde se manifiesta bajo distintas formas festivas
de la cultura popular. A través de ellas se pueden percibir
algunos elementos simbólicos asociados a los referentes
religiosos, rasgo característico de las sociedades agrarias del
pasado, que en todo momento han pretendido propiciar y
garantizar la supervivencia de sus comunidades.
La
costumbre popular de colgar, apalear y quemar monigotes en
determinadas fechas del calendario, sobre todo durante la
Cuaresma, puede rastrearse por toda la Europa católica y
especialmente en la geografía peninsular desde el siglo XVIII.
Los cuarenta días que anteceden a la Pascua siempre han sido
considerados como una época reservada al ayuno y la penitencia,
como momento de purificación y preparación a la que se
consideraba la principal fiesta del calendario cristiano, y por
tanto ocasión excepcional para los expurgos, para deshacerse de
lo indeseable. Hasta mediados del siglo XIX subsistieron en
numerosas localidades muchas variantes de estas prácticas -
caso de Alcoy, Castalla, Elche, Liria y Picasent - que con no
poca suerte y tras distintos avatares han llegado hasta nosotros
con diferentes manifestaciones. Resulta especialmente
significativo de los múltiples cambios acaecidos, por ejemplo,
que el auténtico origen de las actuales Fallas no sea otro que
esta misma costumbre. En la víspera de san José, durante la
noche, los vecinos de Valencia a mediados del siglo XVIII
encendían piras en algunas calles con los trastos viejos del
barrio, colocando encima figurones satíricos de este estilo.
El
castigo, la destrucción o la quema de estos monigotes quedaba
asociada simbólicamente desde el principio y en todas partes a la eliminación
pública de conductas censurables o execrables.
Los monigotes y otros mamarrachos alusivos a sucesos o noticias
desdeñables y perniciosas pretendían criticar con la
exposición, y después eliminar con su destrucción, las
referencias o los hechos reales o ficticios, padecidos o
temidos, que azoraban al colectivo y ponían en peligro los
vínculos de sociabilidad. Es decir, con este ritual simbólico
se trataba de concitar la cordialidad de las relaciones sociales
entre los miembros de la comunidad y de este modo garantizar su
indisolubilidad, su supervivencia y continuidad, una vez
desprendidos de lo deleznable e indeseado. Aderezados de trajes
ridículos, insinuaciones mordaces, muchas veces con
pasquines u otros indicadores más precisos, estos muñecos
histriónicos pretendían reprender por todas partes con
representaciones más o menos figuradas los comportamientos
malsanos, vitales o morales, tanto concretos y próximos al
vecindario como los generales y difusos que afectaban a todo el
género humano. El final del personaje criticado u odiado,
identificado o no con un vecino, reconocido en una actitud o en
una acción indeseable, o sublimado bajo la estampa conceptual
del mal, vulgarizada y generalizada con la del Judas, siempre es
el mismo - la ejecución, la destrucción o la hoguera —
porque lo que se pretende simbólicamente es purificar a la
comunidad vecinal, expulsar todos los elementos negativos y a la
vez, también, conjurar y propiciar el porvenir, otorgando un
papel principal y loable a los niños y a los jóvenes.
Precisamente la presunción de inocencia infantil juega un papel
trascendental gracias a su protagonismo justiciero, que es
tolerado en una ejecución espontánea y emblemática, y del
mismo modo son los quintos, la flor y nata de la juventud, los
abanderados del futuro, quienes propician la estética de la
representación preocupándose por preparar el monigote y el
marco escénico del Encuentro, de niodo que habiendo recogido el
relevo de la salud moral habilitada por la tradición — la
defensa del bien y el castigo del mal- la proyectan hacia el
futuro con la confianza absoluta del pueblo. No es extraño pues
que en muchas partes ritos similares dieran lugar a fiestas
propiamente dichas, que permitían interrumpir el rigor
penitencial de la Cuaresma o jalonar el ritmo del calendario sin
atentar contra las formas religiosas canónicas.
En
Italia con “la quema de la vieja” un muñeco arde para
simbolizar el año que acaba, acto que se acompaña de la rotura
de utensilios viejos. En la fiesta de san Antonio Abad, en
Albaida, los vecinos del barrio dedicado al santo procesionan un
muñeco que acabará en la hoguera festiva, como hacen en otras
poblaciones de su comarca, caso de Benisoda. Las figuras de
matronas ardían durante los carnavales rurales del pasado para
concitar los vicios que propagaban las habladurías. Las escenas
del Entierro de la Sardina hacen referencia al fin de los ayunos
cuaresmales y dan paso a comparsas y escenas colectivas de signo
caricaturesco. Etc. Es decir, actos teatrales de elevada
significación simbólica que pretenden deshacerse o expulsar
los elementos negativos mediante celebraciones rituales
interpuestas a la regularidad del calendario anual,
especialmente con jalones de cariz carnavalesco, momento festivo
éste en el que los monigotes son más abundantes. En Chulilla
todavía queman a “Don Doctor”, en Villar del Arzobispo al
“Tío Chinchoso”, en Fuenterrobles colgaban al “Pelindango”
con un cartel alusivo a su condición y en Casas de Moya, según
ha oído contar Ignacio Latorre, con trágico destino del Judas
estaba acompañado por una Judesa de modo que durante el
período de carnaval e incluso durante la Cuaresma, siguiendo
las tradiciones arraigadas todavía hoy o en el peor de los
casos sólo recordadas, se continuaban ininterrumpidamente las
reglas ceremoniales establecidas en las sociedades rurales de
nuestro pasado, entre ellas las que rigen la erección de
muñecos, que un anónimo los hacía aparecer al amanecer
colgados de bastones, árboles o fuentes, con escritos y versos
referidos a personas, hechos o problemas del pueblo. En Picasent
y Líria son denominados “viejos” y en Concentaina “nanos”.
De este modo podría explicarse que en muchos lugares el Judas
terminara por sustituir a los figurones del carnaval
tradicional, y que su suplicio ocupara el lugar de las burlas y
mofas que pudieran padecer otras víctimas de trapo y paja. El
episódico desarrollo de la historia sagrada en el ámbito local
con formas de simulación teatral permitía suplir a otras
modalidades de ritos agrarios, sobre todo entre las comunidades
locales de nueva fundación, con escasa antigüedad mejor, que
como la de Venta del Moro sólo quedó consolidada tardíamente,
en el siglo XVIII.
Es
así como el Judas conecta en su esencia con las formas de las
fiestas carnavalescas o de invierno
pero al mismo tiempo enlaza con las de primavera a través de
los mayos. La celebración de la muerte y resurrección de
Cristo queda en medio del período final del invierno y del
principio de la primavera. En ausencia de un mayo plantado
propiamente dicho, de un gran obelisco vegetal que hace
referencia a la renovada vitalidad de la naturaleza, el marco de
la representación de las escenas del Judas y del Encuentro es
decorado con ramas de pino o pinos jóvenes en la plaza de la
iglesia y con dos o tres construcciones efímeras de postes,
recubiertos de brezo, sabinas silvestres y las flores de los
primeros frutales que proporciona la estación, los cuales
sirven para encuadrar a modo de pasillo el principal acceso a la
iglesia por donde transcurre la procesión. Este rústico
decorado hace las veces de las características enramadas de
mayo y de los engalanamientos callejeros propios de la
celebración de la Pascua Florida, cuya memoria se halla perdida
entre los recuerdos de juventud de los más mayores. Así, el
suplicio del Judas y la resurrección de Cristo significan el
principio de una nueva estación, vigorizan simbólicamente la
naturaleza y obran el milagro de la primavera, del reverdecer de
los campos y de la reanudación, una vez más, del ciclo agrario
que hace posible la supervivencia futura. La manifestación
social de todo ello se refleja en el canto de coplas a la
Virgen, la patrona local, y en los mayos que pretenden el
emparejamiento de mozos y mozas.
Esta
conjura pública que es la cita del Judas, consagrada por una
costumbre secular, constituye pues una insustituible lección
antropológica. Se ha conservado sin presumible interrupción
pese a los sustanciales cambios experimentados en las últimas
décadas con el desarrollo acelerado de nuestra sociedad de
consumo pero puede estar en peligro de desaparición. Después
de doscientos años de relevo automático las quintas van a
extinguirse junto al hasta ahora servicio militar obligatorio, y
con ellas también se perderán los principales protagonistas de
la organización de las fiestas tradicionales, las más
auténticas y genuinas, desvigorizando aún más la escasa
vitalidad, la identidad y la idiosincrasia de los municipios
rurales. El patrimonio cultural y festivo que hemos heredado va
a experimentar sin remisión un cambio profundo en muy poco
tiempo. El Judas tiene un futuro inmediato incierto ¿tendrá
que convertirse en atracción turística en algún parque
temático para sobrevivir? ¿tendrá que mudar el habitual mono
de obrero por un traje de Pierre Cardin para adaptarse a los
tiempos? ¿tendrá que esperar a una nueva superproducción
cinematográfica de la factoría Disney con el Judas de
protagonista para darnos cuenta del valor y del sentido de
lo heredado? ¿cómo nos desharemos de lo indeseable sin el
Judas? ¿cómo garantizaremos nuestra supervivencia sin él?
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