CUANDO LO DEL CINE MUDO
Autor: Feliciano A. Yeves Descalzo
De las memorias de un ochentón:
El Gran Teatro de nuestro pueblo, ya desaparecido, se edificó e inauguró en 1914, representándose funciones de zarzuela durante las fiestas de la Virgen de Loreto, datando desde entonces la afición artístico- teatral de los venturreños, quienes de vez en cuando actuaban como aficionados en algunas comedias, dramas y sainetes; afición que se mantuvo a lo largo de los años, fomentada por algunos dirigentes locales, y alentada por algunos directores de escena que aglutinaban y formaban pequeñas compañías o elencos con la juventud masculina y femenina del pueblo más caracterizada por su expresividad y su talante desenvuelto y simpático. De entonces nació la afición de Aurelio Haba, apodado el Cómico, de Loreto Cárcel el Consueta, de Robledo el Zapaterillo; y algo más tarde de mi hermano José María Yeves, logrando entretener a nuestro paisanaje con veladas nocturnas en el entonces llamado Gran Teatro de Venta del Moro.
Con la llegada del cinematógrafo, no hubo más remedio que adecuar las instalaciones y pantalla sobre el telón del teatro, y durante muchos años funcionó, primero, el cine mudo, y después el hablado o sonoro, hasta culminar con las películas en tecnicolor más modernamente. Aquí me quiero referir exclusivamente al cine mudo.
Mis primeras visitas de cine debieron ser cuando tenía 6 o 7 años; recuerdo que iba con mi hermano al gallinero o localidades de arriba, colocadas en una especie de escalinata ancha de madera. El patio o localidades de preferencia estaba llenos de sillas de anea, desde la mitad hacia delante, y de butacas de madera en el centro y hacia atrás para verse mejor, significando que el piso guardaba cierta inclinación hacia adelante.
Los encargados de proyectar la película eran el tío Luis el Zapatero (Luis Robledo) y el tío Paco el lucero (Francisco Candel) quienes desde una pequeña cabina y por un ventanillo apropiado enfocaban hacia la pantalla el haz luminoso proyectando la cinta, iluminada por dos carboncillos encendidos, y rodando el largo celuloide, que pasaba de un ancho carrete con la cinta enrollada, hasta otro similar que la iba enrollando a medida que pasaba.
Como el cine era mudo, bajo las imágenes sucesivas iban rotulados los parlamentos de los personajes, y, claro está, había que saber leer para enterarse bien del argumento, la trama y el desenlace. Algunos mayores o no sabían leer o les faltaba visión para enterarse de los rótulos, y entonces se valían de algún buen lector para que les fuera informando de la trama en voz baja. Pero como había varios en tales circunstancias, se suscitaba un continuo murmullo o bisbiseo, que a veces distraía a los demás.
Yo recuerdo que, a mis nueve años le servía al tío José Castillo de lector, pues ya andaba el hombre con años y algo sordo y corto de vista. De entonces recuerdo algunas películas como “El rápido del Oeste ‘“Los tambores de Fu Manchú”, “Las dos huerfanitas”, “Fantomas”, “Los misterios de París”... y cortometrajes cómicos de Charlot, Tomasín, La Pandilla, Buster Keaton... y mis artistas preferidos eran Douglas Fairbanks y Jeanette Mc Doriald.
Hubo un par de veces que se incendió la película o file de celuloide en la cabina de proyección, y hubo de verse al tío Paco y al tío Zapatero salir rebotados y socarrados de la cabina, y volver a ella jugándose la vida para apagar aquello como podían; recuerdo que el bigote del tío Paco ardía como una antorcha, mientras el tío Luis lo apagaba con una gorra.
A propósito de incendios, resultó que un domingo al anochecer se pegó fuego el pajar de Julián Olmo, que estaba detrás del teatro, y se corrió la voz por el pueblo de que el teatro estaba ardiendo; todo se resolvió, saliendo la gente del cine y ayudando a apagar el fuego del pajar mediante el sistema del pueblo en cadena con pozales que subían llenos de la fuente y bajaban vacíos otra vez para culminar el apagamiento con nuevas aportaciones; pero los padres, que al principio creyeron que la cosa era en el teatro, acudieron sobresaltados a rescatar a sus pequeñuelos. Todo fue una falsa alarma.
Recuerdo el ruido que producían los carretes y rollos de cinta al girar en la máquina proyectora, y a veces sonaba también un canturreo o musiquilla que los dos hombres entonaban por lo bajo, pero que en el impresionante silencio y oscuridad de las localidades, producía un efecto entre sedante y cosquilleante del oído, y hasta las risas de los espectadores. Pero cuando sucedía alguna escena cómica o trágica extremosas, aquello se convertía en una carcajada prolongada o en un sollozo tremebundo, extendidos y rebotados por el amplio salón.
También, para amenizar las sesiones se contrataba a Emilio el Sergio, cuando estaba libre de compromisos bailables en las aldeas y pueblos vecinos, y con su acordeón, en el foso que había en la delantera, bajo el telón, tocaba y tocaba pasodobles, javas, piezas de zarzuela o canciones de moda en los famosos años 20, haciéndolo en tono piano o pianísimo para que la música no entorpeciera la visión de la película, que era lo más importante...
Primero se solía echar una revista o noticiario, o algún breve documental; seguidamente entraba de lleno la película de intriga; siempre terminaba la sesión con un corto cómico o película de risa, como se decía entonces.
Después vino el cine hablado, y otros espectáculos; el cinemascope y el tecnicolor..., y la dejadez y el abandono, por no ser rentable, de aquel edificio que en 1914 construyeron entre varios venturreños asociados, para que el pueblo se divirtiera, y que, efectivamente cumplió su labor cultural y social durante más de medio siglo. Hoy no queda nada del Gran Teatro.
Trascripción: Manolo Hernández, Mayo de 2.007
Asociación Cultural Amigos de Venta del
Moro