El primer poblamiento y desarrollo urbano de Venta del Moro.
Autor: Rafael Narbona Vizcaíno
Universitat de València
La experiencia ha demostrado en todas las épocas, lugares y ambientes, que cuando no abundan los documentos del pasado la historia suele presentarse como un simple relato, sostenido exclusivamente en la portentosa imaginación de un narrador. En otras ocasiones la existencia de indicios, de testimonios materiales o de noticias aisladas y concretas, no evitan la difusión de creencias apócrifas que entrelazan unos pocos referentes imprecisos y de escaso fundamento, aunque eso sí, anhelados y sensibles a las más inverosímiles coordenadas del pasado, queridas como propias. Con una u otra posibilidad la tradición local siempre pretende crear un conato de identidad colectiva, tanto o más que la vinculación a la tierra, la memoria de los antepasados o las costumbres del vecindario, y al mismo tiempo alienta el disfrute interior e íntimo de los propios orígenes. Quizás todas esas razones, personales o no, sean suficientes para que convenga puntualizar algunos aspectos no tan colaterales a la historia del pueblo, en el improbable caso de que ésta nos interese .
El nivel de cultura material alcanzado por las sociedades pretéritas siempre ha condicionado el grado de desarrollo de un discurso histórico. A falta de pirámide, de coliseo o de acrópolis, la idea subyacente en Venta del Moro ha sido sencilla, apenas limitada al antiquísimo y deseado génesis islámico de la localidad, pedigrí toponímico irrefutable. Lo demás, a todas luces, parece subsidiario. No obstante, han sobrevivido suficientes vestigios en el callejero y en el trazado urbanístico como para no desestimar algunos de estos signos inequívocos del pasado, difícilmente reconocibles, pues aun pisando a diario su suelo y utilizando cotidianamente sus estructuras edificadas, somos incapaces de detectar y apreciar el sentido de las enrevesadas formas del entramado viario. En las páginas que siguen voy a intentar reconstruir la fisonomía de la primera estructura de poblamiento de Venta del Moro a partir de una recopilación de impresiones visuales y geográficas, es decir, de una prospección detallada en el espacio físico y humano. Con ello pretendo realizar una lectura de la infraestructura viaria y de los elementos constructivos que considero más significados, a pesar de que han sufrido la constante reforma y la inevitable adaptación funcional a los tiempos.
Con este intento de reconstrucción del más antiguo plano urbano de Venta del Moro me alejo conscientemente de la perenne incongruencia que supone otorgar un carácter caótico al centro histórico, donde se reconoce un modelo urbanístico islámico basado en la existencia de numerosos callejones sin salida, cuando la formación de la localidad es al menos trescientos años posterior a la desaparición de una población musulmana, que en el caso más optimista sería insignificante. Solo en el siglo XVIII se fue configurando lo que hoy conocemos como casco antiguo, dado que en 1699 habían censadas apenas quince familias, centuria en la que los caminos que cruzaban la localidad comenzaron a convertirse en calles y momento en que las iniciales y dispersas agrupaciones de casas constituyeron una primera trama urbana, conjunto de referencias que - como veremos - han quedado fosilizadas hasta nuestros días como testimonios históricos de una olvidada cultura material.
Un cruce de caminos y las primeras calles..
Parece incontestable que Venta del Moro tuvo principio como etapa en un nudo natural de comunicaciones que unía por una parte la Manchuela con la Plana de Utiel-Requena, aprovechando el recorrido delineado por la rambla Albosa, y que por otra parte permitía atajar, dirección poniente, hasta el camino real de Madrid mediante el puente de Vadocañas. La Venta surgía como eje intermedio entre esas tres rutas, más importantes por el tráfico pecuario que por el humano, como distribuidora de los ganados en unas dehesas inmensas y poco pobladas, muy próximas a las veredas reales de San Juan o de Hórtola, procedentes de la Mancha y de la Serranía de Cuenca. Los lindes sur y oeste de lo que después sería el término municipal, caracterizados por una geografía difícil y muchas veces inhóspita, favorecía su consolidación como epicentro comarcal y hacía casi inevitable la utilización de este desvío. La superación de las dificultades del a veces infranqueable río Cabriel, tras las cuestas de Villatoya o después del puerto de Contreras, aconsejaban este camino a los viajeros, a los rebaños y al tráfico rodado, evitando así las penalidades e imprevistos que podrían surgir si se hubieran seguido las sendas que discurrían junto al curso del río y los atajos por el páramo y el monte de la Derrubiada.
El camino de la Manchuela subía pegado a la rambla Albosa desde Los Cojos y entraba por el denominado Camino de los Huertos hasta la calle del mismo nombre. Todavía se conservan restos de las tapias y puertas, que daban acceso a los pequeños campos regados con la acequia nacida del azud de la rambla y que permitía acumular estacionalmente agua en algunas balsas, de modo que los cultivos y la diminuta infraestructura hidráulica quedaban protegidos de los rebaños tras el muro. Además el camino quedaba completamente acotado con una calzada de piedra que sobreelevaba los campos por la derecha. Esta entrada, la más antigua por el sureste, se triplicaría posteriormente conforme se desarrollara el poblado desde la parte baja de la rambla hacia el camino de Requena, buscando siempre un acceso más alto y libre de edificaciones por las calles Victorio Montés y Caliches, definitivamente sustituidos por la carrera comarcal VV-8153, que a la postre se convertiría en cinturón de ronda al unir las rutas enunciadas fuera del antiguo perímetro urbano.
Precisamente la calle Huertos y la calle Victorio Montés, que discurren casi paralelas entre sí, se dirigen al puente de las Ollerías sobre la rambla y de allí siguiendo el antiguo camino llevaba hasta el de Vadocañas sobre el Cabriel, empalmando después éste con el de Toledo, más tarde denominado de Madrid. Estas dos calles conservan todavía antiguas singularidades constructivas indicativas del distinto nivel de las haciendas labriegas del siglo XIX, con las casonas y grandes portalones del final de ambas calles, mientras que las estrechas fachadas con patios previos en algunas viviendas de la calle Victorio Montés son similares a otras supervivientes en la calle Montera. También algunos campos situados en las proximidades del camino, especialmente en la parte baja de la casita de Ventos, atestiguan la antigüedad de algunos cultivos. El tamaño de la base del tronco de las oliveras situadas en la primera curva a la derecha, pasado el desvío del parque Albosa, en dirección a las Casas del Rey, entre otras más recónditas - recientemente recubiertas de tierra para favorecer los rebrotes - podrían tener casi trescientos años de antigüedad, y también identificarse con los primeros plantones de la escasa olivicultura local que citaba el Catástro del Marqués de la Ensenada en 1752.
La comunicación de este camino con el que se dirigía hacia Requena daría lugar a una doble variante. Primero con la formación de la Calle del Bien, con un sinuoso y estrecho trazado ascendente que conduce hasta la misma plaza de la iglesia, continuando después en línea recta a lo largo de toda la cuesta hasta la Picota, donde parece que estuvo situado el rollo para la exhibición de los penados por la justicia de Requena, confín de su término jurisidiccional y nuevo testimonio toponímico del tránsito caminero. La identificación de la Calle García Berlanga con el camino no ofrece la menor duda, pues las alineaciones de casas a izquierda y derecha es completa, presentando idénticas características morfológicas sin que existan grandes diferencias de tamaño y proporción, y del mismo modo debe recordarse que no han existido vías perpendiculares a la misma hasta época reciente: la Calle del Árbol y la Calle Nueva son, en efecto, nuevas y la Calle de la Plata tampoco tuvo salida hasta hace poco.
La segunda variante permitiría unir la confluencia de las calles Huertos y Victorio Montés con la plaza de la iglesia a través de la Calle de la Fuente, cuya continuación se denomina hoy Doctor Fleming, de modo que se formarían a la izquierda de la pendiente las calles Cruces, Montera y Manzana para empalmar la ruta de Requena con la del puente de las Ollerías que lleva al de Vadocañas. La expansión del poblado quedaba casi interrumpida por este lado, al final de estas calles, por la bajante de aguas que supone la prolongación de la Calle Montera.
La población hacía uso de la Fuente Vieja, conocida popularmente como de los Desmayos, para aprovechamiento colectivo y domiciliario de agua potable desde la época más remota, usando cántaros y tinajas. Esta circunstancia supuso un condicionante y un polo irrenunciable de desarrollo urbano para los habitantes y sus casas en la parte baja, donde la factura de las construcciones sigue presentando mayor sencillez y antigüedad. Parece probable, por tanto, que la ubicación del primitivo hostal que engendró el topónimo Venta del Moro estuviera situado aquí, en las inmediaciones de la bifurcación de caminos y próxima a la fuente, ni muy cerca de la rambla para evitar las regulares avenidas ni muy lejos de ella, para aprovechar abrevadero natural y los múltiples usos pecuarios y humanos del agua. También una excavación menos profunda de los pozos aconsejaban la zona para el asentamiento permanente y la fundación o ampliación de los domicilios familiares.
La iglesia parroquial y la expansión urbana.
Como en todas partes la construcción de la primera iglesia y de su cementerio fijó a perpetuidad el emplazamiento, sobre todo porque las nuevas generaciones evitaban distanciarse tanto de sus antepasados como de su patrimonio. Este nuevo espacio físico y monumental, sagrado y colectivo, congregaba a la comunidad para la administración de los sacramentos que jalonaban el itineario biográfico del vecindario, lo convocaba a la oración y lo reunía en la misa dominical, además, alentaba la celebración de fiestas según la conveniencia del calendario agrícola y litúrgico, y permitía el arraigo de las costumbres, convertidas después con el paso de los años en tradiciones heredadas.
La iglesia parroquial favorecía la cohesión espiritual y la solidaridad del paisanaje, pero al mismo tiempo fue un nuevo polo de agregación de casas y habitantes. Enclavada en un lugar estratégico, pronto se convirtió en un eje fundamental del poblado pese a su inicial situación periférica respecto a la primera zona habitada. Una pequeña nave levantada de forma perpendicular y un tanto alejada a las calles Huertos y Victorio Montés, junto al camino de Requena que dio lugar a la calle García Berlanga, atrajo hacia sí la futura zona de expansión urbana. La irregularidad de la plaza viene dada por su creación posterior al eje de comunicación y por la presencia del cementerio que la circundaba hasta bien entrado el siglo XIX. Con poco que se levante el suelo a su alrededor o en interior actual del templo aparecerán las tumbas de los ancestros, ya que con dificultad se hallan sepulturas anteriores a 1850 en los recintos más viejos de los cementerios municipales. El templo como nuevo eje del poblado delimitó definitivamente el trazado de las calles entre las agrupaciones aisladas de casas, que aquí y allá se desparramaban en torno al eje formado con los tres caminos: Requena; Los Cojos hacia la Manchuela; y Vadocañas hacia el camino real de Madrid.
La fachada principal de la iglesia presenta una evidente asimetría que parece indicarnos las fases o sucesivas ampliaciones del edificio. La primera iglesia fue un edificio modesto y de menor altura, cuya huella aún persiste y se detecta con la existencia de una antigua esquina de sillares, ahora situada en medio del muro y a la derecha del pórtico. Después se amplió con dos naves laterales y finalmente se construyó el campanario, que pese a parecer la parte más antigua es en realidad la más moderna en la estructura del edificio. Es necesario llamar la atención sobre la esquina derecha de la base de la torre donde quedó perfectamente aumentado el grosor de los sillares de piedra, creando un escalón para dar asiento a una futura fachada, acorde con la construcción de la torre. Testimonios de la primera ampliación y de la previsión de un nuevo frontal son el portal, que aparece completamente descentrado respecto al conjunto, y la torre, levantada sobre el flanco izquierdo y también un tanto escorzada respecto al resto de la fachada, en previsión a una mejor situación visual respecto a la plaza. Cabría llamar la atención sobre el inicio de los trabajos de restauración de los escalones, donde para hacer honor al término que caracterizará la obra, deben de reutilizarse en la mayor medida materiales originales.
La monumental obra de la iglesia constituye la huella irrefutable de un período floreciente, atestado también con la erección de una parroquia independiente, que permitó concentrar y retener las rentas eclesiásticas hasta entonces desviadas sin intermedio a Cuenca, Requena o Villargordo. La adquirida categoría de iglesia parroquial en 1763 desvinculó a Venta del Moro de la de Villargordo, y aunque siguió siendo filial de San Salvador de Requena - cuyo titular se reservó el derecho de designar al cura local - con esta nueva situación se pudo mantener sacerdote propio y culto regular, así como acometer nuevos proyectos de fábrica, ahora acompañados sin trabas ni recelos por las aportaciones extraordinarias de los vecinos. Esta euforia favoreció la concentración de los esfuerzos financieros del vecindario que supo hacer frente a los ingentes gastos de la nueva obra, símbolo de la unidad y cohesión de la comunidad parroquial, según se comprueba con la constitución ese mismo año de la Hermandad de Nuestra Señora de Loreto, tal como anota Fermín Pardo. La compra y el acarreo de piedra de calidad, de procedencia lejana, la fabricación de los sillares, los salarios contratados con una mano de obra especializada y foránea - maestros de obra, canteros y alarifes -, cuyo concurso fue imprescindible para erigir un edificio suntuoso y sin parangón entre las viviendas del poblado, exigió un colosal esfuerzo para una pequeña y poco bollante población.
Los fondos procedieron en última instancia del despegue agrícola experimentado, gracias al acceso a la tierra de labor de nuevos pobladores. Todos los indicios apuntan hacia la desconocida pero probable existencia de un proyecto ilustrado de colonizaciones rurales, antecedente de las desamortizaciones liberales de bienes eclesiásticos y comunales del siglo siguiente, como desencadenante de esta efervescencia. Como ha indicado Ignacio Latorre el salto demográfico de Venta del Moro en la segunda mitad del siglo XVIII fue trascendental. El Catástro del Marqués de la Ensenada de 1752 anotaba tan sólo 101 vecinos en el término y 36 en el pueblo, es decir poco más de 450 y 160 habitantes respectivamente, cuando el casco urbano sólo contaba con 31 casas, 19 teínas o corrales y 5 pajares. Por el contrario, el Censo de Floridablanca de 1787 duplicaba la población con 1.138 habitantes, aldeas incluidas, y supuestamente también el espacio agrícola. Esta dinámica de crecimiento propició el primer intento de segregación del término municipal de Requena en 1798, cuando ya debía estar finalizada la iglesia, aunque sólo se lograría en 1836 cuando Venta del Moro contaba con 1.400 habitantes entre los distintos poblados del recién estrenado término, acontecimiento que coincidió con la concesión del título de ciudad a la villa Requena.
Pero este despegue fue efímero y la prevista fachada de la iglesia nunca se llevó a término. El nudo de comunicaciones que constituyó el motor de la inicial prosperidad fue desvitalizándose con los nuevos tiempos si atendemos a las noticias que nos proporciona Juan Piqueras. El primer motivo de freno fue el desvío del tráfico del puente de Vadocañas por el de Contreras en 1851. Después vino la construcción de una carretera recta a lo largo de varios kilómetros entre Requena y Los Isidros, olvidando la tradicional ruta de Albosa hacia la Mancha, que consolidaría el trazado parcial de la Nacional 322. El tramo entre Casas Ibáñez y Requena fue proyectado en 1877, en 1888 había llegado a Casas de Eufemia y en 1900 fue concluida. Finalmente la paralización definitiva en 1934-35 de las obras iniciadas en 1920 para la construcción del ferrocarril entre Baeza y Utiel y la consecuente creación de un nudo de comunicaciones entre Andalucía y Valencia, provincia a la que quedaron agregados los municipios al este del Cabriel en 1851, dio al traste con la revitalización ferroviaria del antiguo cruce de caminos.
Los casales: actuales rinconadas y callejones sin salida.
Como se ha dicho, el primer poblado quedó delimitado por las agrupaciones de casas surgidas en torno a las calles Huertos y Victorio Montés junto a la rambla, por las calles del Bien y de la Fuente, que unían a las anteriores con la plaza de la iglesia y con la calle García Berlanga. Ahora bien, no debemos pensar en una creación planificada y rectilínea, ni en un aprovechamiento homogéneo de los solares situados a lo largo de los itinerarios indicados, sino más bien en todo lo contrario. En realidad se produjo un nacimiento espontáneo de grupos de casas, que formaron pequeños caseríos aislados de los demás, aunque próximos y situados en torno a esos caminos. Estos casales tendían a formar unos espacios comunes, donde se abrían los pequeños portales y las estrechas fachadas de cuatro o cinco viviendas distintas, mientras que sus muros exteriores apenas contaban con escasísimas aberturas, limitadas la mayor parte de las veces a simples ventanucos.
Esta característica organización del espacio edificado permitía aislar al colectivo residencial del desamparo rural y forestal. Se ha de recordar que entonces, a principios del siglo XVIII, la Venta era un poblado pequeñísimo en medio de un largo camino y de una inmensidad deshabitada. La soledad de los campos, la amenaza de alimañas, la exposición a todo tipo de inclemencias atmosféricas o de impiedades humanas, cuando no los temores al despoblado, aconsejaban resguardarse en aquellos tiempos de escasa seguridad social y en este sentido estas estructuras edificadas ofrecían el suficiente cobijo a los habitantes y protección a sus bienes. Es muy probable que estos espacios comunes de habitación, antesalas de los portales de las viviendas, reunieran en principio a vecinos allegados por cierto parentesco o procedencia, con objeto de facilitar la comunicación entre los mismos, de crear un medio físico de unión y de proximidad, y a la vez de fomentar el aislamiento respecto al exterior. Estos patios contaban incluso con puertas que se cerraban durante la noche, de modo que los cobertizos para los aperos de labranza, pajares, corrales domésticos, cuadras, silos y familias quedaban protegidos por unas construcciones conscientemente reunidas y apretadas en torno a un centro físico y colectivo.
Estas agrupaciones de casas o caseríos encerrados sobre sí mismos en torno a un pequeño patio común, aislados del exterior por las traseras de las edificaciones indicadas, son propias de no pocas comunidades rurales europeas, y tenían un sentido múltiple. Permitían la fundación de un enclave familiar con ciertas garantías en medio de descampados hostiles, favorecían la cohesión del grupo, facilitaban el empleo de aperos comunes y aunaban a sus pobladores en los grandes trabajos estacionales. Probablemente estos recintos cerrados evolucionaron con las sucesivas herencias y compra-ventas hasta convertirse en una única posesión familiar, que redistribuyó y reutilizó los edificios según las necesidades de una hacienda de labranza, sucesivamente modernizada. En cualquier caso como centros de convivencia vecinal o como espacios de residencia unifamiliar estos casales o caseríos independientes, relativamente próximos unos de otros, surgieron en las mismas inmediaciones del cruce de caminos donde se había levantado el primer hostal. Precisamente en el interior de estas desmejoradas placetas, convertidas casi siempre en callejas sin salida, se esconden las casas mas antiguas del pueblo, pues a su alrededor fueron adosándose con el tiempo nuevas construcciones, orientadas ya entonces hacia afuera, aprovechando las escasas aberturas al exterior de las traseras, y de este modo la sucesiva alineación de los nuevos domicilios convirtió los antiguos caminos en calles.
Si se visitan las viviendas supervivientes de este modelo constructivo encontramos primero un angosto pasillo que conduce a uno de estos patios, ahora completamente situado en el interior de las manzanas por la edificación en el exterior de las antiguas casas de otras nueva, que éstas sí, poseen puertas al exterior, a la calle formada por la alineación de las fachadas según un trazado más o menos rectilíneo o cuadrangular. Si atendemos al aspecto actual que presentan estos antiguos espacios comunes o patios, que cabría denominar hoy rincones o rinconadas, observamos la existencia de dos modelos distintos: el de placilla con puerta o el de callejón estrecho sin salida. Se ha de tener en cuenta que la formación de las calles y la alineación de las casas respecto a las mismas ha deteriorado sensiblemente su aspecto inicial debido a las sucesivas remodelaciones que han sufrido. Por ejemplo, el callejón de Emiliano Murcia, un poco más allá del cruce entre las calles Lepanto y Cruces, presenta una extremada estrechez por la prolongación de construcciones al principio del mismo, que tienen la fachada orientada hacia la Calle Cruces, mientras que las del interior, más antiguas, sólo presentan algún ventanuco a la Calle Lepanto. Es más, la casa antigua de Julio Cárcel Huerta posee un patio interior de amplitud conectado con el estrecho callejón con un portalón azul, donde todavía se conserva una antiquísima y humilde casa rural, que creo que debe datar del siglo XVIII si tenemos en cuenta su particular distribución interna. El modelo plaza se comprueba en la parte alta de la Calle del Bien o en la Calle del Aire. Sin duda llamara la atención a todos los habituales de la terraza del Bar Cervera que apenas existan unas pequeñas puertas, recientes además, en la mole edificada que constituye la manzana bajo la cual estaba situada la antigua parada de autobuses y la pescadería. Siguiendo la lógica enunciada la mayor parte del conjunto de viviendas, irremediablemente modernizadas, siguen teniendo el acceso a través de la placeta de la peluquería Enriqueta Pérez, que hasta hace poco conservaba unos grandes portalones.
En este sentido se recomienda visitar y reflexionar sobre otros casos similares: el callejón de la torre de la iglesia, los situados a ambos lados de la Calle Sindicato Agrícola junto a la rambla, el de la Calle Huertos o el de la Calle Victorio Montés, también los de las calles del Aire y de la Fuente, o el de la Plaza José María Castillo, etc. El mismo modelo se comprueba en los planos de otras localidades de la comarca, como Jaraguas, Casas del Rey o Casas de Pradas, aunque el menor tamaño y entidad demográfica de las aldeas redujo la aplicación del modelo urbanístico a dos o tres placetas.
Se podrían enumerar muchos más ejemplos, distribuidos por el casco histórico delineado anteriormente y siguiendo las aclaraciones del croquis adjunto, pero en todos los casos se comprueba lo dicho, dando lugar a la postre al entramado urbano considerado caótico en nuestra época, o mejor "del tiempo de los moros", por los numerosos callejones sin salida y patios interiores que presenta. Su abundancia, precisamente en el entorno inmediato a los trayectos delineados al principio del artículo, atestigua la existencia del poblamiento inicial de Venta del Moro: los primitivos casales independientes que de forma grupuscular se repartían por las inmediaciones del camino, anteriores incluso a la formación de las calles más antiguas, cuya consolidación después hizo cada vez más inútil esta fórmula de habitación y supervivencia.
Estas callejas y placetas, a veces olvidadas, convertidas en garajes privados o incluso abandonadas, deshabitadas o inservibles, que en el mejor de los casos son consideradas como partes de otras calles, constituyeron el primitivo origen del poblamiento de Venta del Moro, que cabría caracterizar como policéntrico, múltiple, disperso y a la vez próximo, formando esas pequeñas aglomeraciones autónomas que encontramos completamente descontextualizadas respecto a nuestras necesidades actuales de habitación y comunicación. Quizás esa antigüedad, los orígenes indicados o la misma dificultad que he tenido para nombrarlos sirvan para que se intente una recuperación toponímica, designándolos como rincón, rinconada, placeta, patio o esquina de tal o cual personaje carismático que lo habitó. Convenga o no esta sugerencia, interesantes o descorazonadoras las retahilas de frases y las asociaciones de ideas que me han preocupado estos días de agosto, oportunas o intrascendentes todas las palabras, apenas nos quedan otros testimonios materiales tan antiguos del pasado local
Lebrillo 16