VENTA DEL MORO HACE 27 AÑOS
Autor: Rosendo Rois, S.L. (26 de enero de 1972)
El 26 de enero de 1972, el periodista Rosendo Roig publica en el diario "Las Provincias" este interesante artículo que nos da su particular visión del pueblo y sus aldeas. El autor llega en plenas fiestas de diciembre en el autobús de Valencia y será huésped de D. Manuel Mercado (médico) y Dª Palmira. La paz, la tranquilidad y el carácter castellano de sus habitantes son los aspectos que más llaman la atención al periodista.
ENTRE CASTILLA Y VALENCIA...VENTA DEL MORO
Llegamos
a Venta del Moro la noche entrada. El autobús, de motor sonorizado y añares desvencijados, ya lleno de paisanos que llegan al pueblo. Una señorita alta, espigada, con amplio jersey de cuello cisne, se mira y remira las uñas pintadas y extrae, de su gran bolso, un botellón de perfume barato y se unge los lóbulos frágiles y amoratados de sus orejitas. El perfume agrede densamente el autobús. La señorita es la atracción de los viajeros. Parece decidida a triunfar durante las fiestas patronales.
Son las ocho de la noche. La Venta del Moro está poco iluminada. No hay gente por las calles. En las esquinas lucen bombillas macilentas. Las calzadas van abultadas "de barro grueso. Unas suben, otras bajan, todas se retuercen. Unos niños pasan cabizbajos, manos en los bolsillos. Un hombre vestido de negro saluda al pasar.
Se ha comenzado a cenar. El pueblo, después, se dividirá en tres : los jóvenes al baile, los niños al cine y los mayores verán la televisión junto al fuego.
Somos huéspedes del médico de Venta del Moro, que tiene tertulia en el momento de la llegada. Alrededor de la mesa camilla, unos matrimonios cumplen visita de vieja amistad. Se nos invita con afecto, sinceramente. Apetece el café con leche en estas horas de largo frío y reconfortador silencio. Acabamos de llegar de la ciudad y, tal es el clima de pueblo pacífico y recogido [..........] pasar el fin de semana en un pueblo lejano, uno de los últimos del interior de Valencia, donde nuestra región dialoga, aletargadamente, con la castellana Cuenca.
Los ojos del hombre de la ciudad están llenos de tópicos. Y estos son nuestros juicios. Nos parece apretado y sabroso el jamón. El vino, riente. El pan, claro. El agua, insólitamente pura. Las gentes, sanas. La cordialidad, evidente. Se nos mira como portadores de un ambiente cultural que nosotros sabemos hecho de lugares comunes. Vamos sintiéndonos, cada minuto que pasa, más normales. Para la medianoche nos sentimos ambientados en este hogar de Venta del Moro como si fuéramos hijos de la casa. No nos ha interesado la televisión. No hemos hablado de política, ni de economía. Hemos hecho familia. Nos consideramos uno más en el hogar del médico, un hombre de acción y silencio correcto. La señora del médico tiene unos profundos e inmensos ojos irónicos que nos sumergen en la cordialidad y nos hacen tomar conciencia de la ingenua artifidalidad que envuelve a todo profesional de la cultura ciudadana. Cuando nos metemos en cama para dormir, ni un reloj en la lejanía de la primera hora del domingo. Ni un ájaro aletea. Ni un coche pasa ; ni una conversación se vislumbra. Todo es paz, sana paz, duro y espeso bienestar en esta noche primera en Venta del Moro.
Con una explosiva distensión nos despertamos a las diez y media de la mañana. Nos entorna el vacío. El sol tibio se cuela por las persianas. Nadie camina por la casa. Todo es descanso. Y cuando entonces de nuevo en la calle, tomamos posesión del paisaje urbano de Venta del Moro. Hacemos nuestra su geografía. Venta del Moro es pueblo pequeño, modesto de construcción y muy claro de pintura. Casas medianas, calles pinas y plazoletas irregulares. Iglesia de fachada común, torre cuadrada ; y, por todas partes, el campo entrándose en el pueblo. Lo típico de Venta del Moro es su aire grande y su luz nueva. Venta del Moro es como un oasis -balcón sobre una llanura seca, tostada, rojiza a veces, con poco pino, largas viñas, alguna pitera y mucho campo almendral-. Poco o nada recuerda a Valencia. Sus hombres hablan un castellano redondo, tiene la tez morena, la voz precisa y dura ; los ojos oscuros saben más a contención castellana que a efusión levantina. Venta del Moro sabe a leyenda. Que si por aquí pasó el Cid. Que si los reyes pernoctaban en esta venta camino del mar, desde su corte castellana. Que si era cruce de mercaderes cervantinos. Que si guerrillas entre moros y cristianos. Venta del Moro sabe a noche de taberna con apuesta entre caballeros con antifaz. Nadie en Venta del Moro sabe darme una explicación de su nombre. Y oigo, mientras paseamos por el pueblo, viendo fuentes abundosas y distraídas, contemplando sus bares, las escuelas, el baile, y mirando un cielo alto sin una nube, sano y fuerte como rosal de montaña, oigo que la Venta es rica y que cada vez progresará más.
Por unos senderos, con voluntad de carretera, recorremos las aldeas dependientes de Venta de Moro. Son muchas. Parecen belenes recién puestos. En las calles picotean gallinas señoriales. Algún perro se rasca al sol. En las cocinas gorgotean espesos caldos festeros. Los hombres llevan boina ; las mujeres, chai. Nada se oye. Todo reposa. Entramos en un pinar que hiere con su incisivo sabor a resina melosa y tierna. El sol está alto. Venta del Moro parece, a lo lejos, achatada, apretada contra la tierra misma, anterior. No parece que estemos en Valencia. Esto es la Mancha, la Mancha valenciana.
Hemos almorzado, sabrosamente, con amigos familiares de la casa que nos hospeda. Todo es abundante en Venta del Moro. Los buenos amigos y su voluntad. Cuando dejamos la mesa hay que pensar en volver. La tarde se precipita. La noche llega. Se ha presentado el frío y hay que salir. Hemos pasado un confortable fin de semana en Venta del Moro. En nuestro interior flota el recuerdo de la iglesia. Estaba muy fría, limpia y desnuda. El señor cura es joven, todo dinamismo, ofrecedor. Ha venido a saludarnos. Venta del Moro es tierra de cordialidad. El coche que nos aleja sube unas cuestecillas que van dejando a Venta del Moro en su oasis de paz duradera en la llanura.
lebrillo 10