ADULTERIO Y DERECHO DE ASILO EN CASTILLA.
EL SUCESO DE MIRA
JOSÉ ALABAU MONTOYA
1. COYUNTURA SOCIAL Y POLÍTICA
En el presente trabajo pretendemos exponer y
analizar un trágico suceso que tuvo lugar en la localidad
conquense de Mira en el verano del año 1627. Es ésta una
pequeña población situada en el extremo sudoriental de la
provincia de Cuenca, en la denominada Serranía Baja, lindante con
las tierras del marquesado de Moya, que por aquellos años debía
tener una población de unos 150 vecinos (unos 670 habitantes)1.
Perteneció al término y jurisdicción de Requena desde 1260
hasta 1537, y en las fechas que ocurrieron los hechos su única
parroquia («pila») pertenecía todavía al antiguo
arciprestazgo y «mayordomía» de Requena (hasta 1957), con un anejo en Camporrobles2,
dentro del arcedianato de Moya, en el obispado de Cuenca.
Tenemos de un lado un flagrante caso de
adulterio cometido por Juan García con Ana de Ruescas, mujer
casada con Martín Sanz, molinero, todos ellos vecinos de Mira. De
otro, nos encontramos con un raro ejemplo de quebrantamiento del
llamado «derecho de asilo» al ser sacada violentamente la
mencionada Ana de la iglesia de dicha villa, en circunstancias un
tanto singulares. No es frecuente encontrar casos documentados
de quebrantamiento de este derecho y tan solo conocemos la
existencia de otro caso similar ocurrido por estas tierras pero
sin conocer los detalles3.
Y por último, para completar el contexto, tenemos la
intervención del Tribunal Eclesiástico de Cuenca juzgando a don
Pedro Ferrer, vicario y comisario del Santo Oficio de Mira, por no
haber defendido la inmunidad del recinto sagrado y haber dejado
que los alcaldes ordinarios la sacaran para ejecutar la sentencia
que le había sido impuesta y al Tribunal de la Inquisición de la
misma ciudad por ser el acusado un funcionario de dicha
institución. Así pues, estamos ante unos hechos graves,
sucedidos en un especial contexto temporal (siglo XVII) que
podríamos denominar de «moralismo atosigante» hacia la
población por parte de la Iglesia y de constantes enfrentamientos
entre ésta y el poder regio no solo en el orden jurisdiccional,
sino también en el económico y el político. Los monarcas
españoles, como los franceses, consideraban que entre sus
potestades las había de índole religioso indudable y reclamaban
derechos y atribuciones de carácter eclesiástico (el llamado
«regalismo»). Y por su parte la Iglesia consideraba igualmente
que no solo tenía autoridad moral y espiritual sobre los laicos
sino a menudo también jurisdiccional. Un obispo o un abad
podía condenar a sus súbditos a penas de cárcel, azotes o
galeras; un párroco podía multar a sus feligreses por no asistir
a la misa dominical. Fue también una época en que se abusaba
constantemente de la amenaza de excomunión en asuntos no
religiosos. Es cierto que en algunas materias existían
jurisdicciones mixtas. Por ejemplo en temas de usura, blasfemia y
por supuesto el amancebamiento y el adulterio que eran
considerados, además de pecados, delitos.
La cuestión se complica todavía más cuando
se habla de los derechos de inmunidad de los que
tradicionalmente gozaba la Iglesia. Estos podían ser de tipo
real, personal o local. Por la inmunidad «real» esta
institución quedaba eximida del pago de impuestos y consideraba
sus bienes como inalienables. La «personal» era un privilegio que afectaba a cada uno de los
clérigos y gracias a él gozaban de prebendas como quedar
liberados de la obligación de atender a los servicios de milicias
o de ser juzgados por tribunales civiles. Y por último, la
inmunidad «local» era aquella que protegía los lugares sagrados
prohibiendo a las autoridades civiles prender al reo que se
refugiase en ellos. Es a esta protección a la que se llamó el
«derecho de asilo»4.
Una prerrogativa que, como veremos, no fue exclusiva de la Iglesia
pero fue con ésta con quien tuvo una efectividad real y cotidiana
ya que constituyó una de las salidas a las que primero acudían
los delincuentes que pretendían huir de la justicia. Obviamente
centraremos nuestra atención solamente en esta última inmunidad por ser la que afecta a este estudio.
2. EL DERECHO DE ASILO
El también llamado «Refugio eclesiástico»,
«Inmunidad eclesiástica local» o «Refugio sagrado» se trataba
de un privilegio instaurado por el papa Bonifacio V a principios
del siglo VII, por el cual se ofrecía protección segura a
determinados delincuentes, criminales y deudores 5,
ya fuera frente a la venganza de sus víctimas o de la ley, cuando
buscaban refugio en un edificio religioso, o civil bajo
legislación autónoma respecto de la propia del Estado como
pudiera ser la real6,
o en algunas ciudades fronterizas7 o
en algún otro edificio con este tipo de privilegio8.
Dentro de esta última categoría se incluían aquellas mansiones
que alcanzaron este privilegio por gracia real en recompensa o
agradecimiento de algún acto concreto. Aquí cabe mencionar la
llamada «Casa de la Cadena» de Utiel, propiedad de la familia
noble de los Córdova, situada en la calle de Santa
María, la cual mantuvo esta prerrogativa durante más de
doscientos años9. Y
también la tuvo la llamada «Casa de las Sedas» de Requena,
propiedad de D. Juan Pedrón de la Cárcel (situada frente a la
portada de la iglesia del Salvador)10.
Ambas alojaron a monarcas españoles que pasaron por Utiel y
Requena, motivo por el cual recibieron el privilegio de colocar
una cadena en sus portadas principales sujetas a unas argollas
como reconocimiento del Derecho de Asilo. Cuando alguien que huía
de la justicia se asía a estas cadenas quedaba bajo la
protección de sus dueños y no podía ser capturado por sus
perseguidores. También existía otra posibilidad para obtener
la ansiada protección de la justicia civil y era la de acogerse a
la fórmula denominada «Cuerpo de Cristo» mediante la cual si un
delincuente se refugiaba cogiéndose a un sacerdote que llevara
la Eucaristía quedaba igualmente protegido por este derecho 11.
En cualquier caso, tradicionalmente se ha
venido atribuyendo el concepto de «derecho de asilo» a los
edificios religiosos por considerarse lugares sagrados (iglesias, ermitas, monasterios y también cementerios12
ya que ha sido la Iglesia quien
históricamente ha asumido el papel de defensora del débil, y
así lo hizo de manera continuada desde el periodo visigodo hasta
finales del siglo XVIII. Este derecho estaba fundamentado
precisamente en el pasaje entre Jesús y la mujer adúltera 13
(de gran similitud con el suceso que nos
ocupa) que dio lugar a través de los padres de la Iglesia a la
vieja tradición de la intercesión basada en el arrepentimiento,
la enmienda y la mitigación de la pena civil.
No obstante, en la Edad Media, como las
ciudades y poblados estaban llenas de iglesias y conventos, este
derecho supuso una escapatoria ideal para criminales,
comerciantes sin escrúpulos y deudores fiscales, así como para
algunos otros desaprensivos que encontraron así refugio seguro al
castigo de sus maldades. En definitiva el demostrado abuso de este
derecho hizo que los monarcas pusieran un empeño especial en
recortarlo en la medida de lo posible, y poco a poco fueron limitándolo y adaptándolo a las leyes
castellanas. Con este fin, ya en la Edad Media, quedaron excluidos
de esta inmunidad los deudores y los esclavos fugados. El «Forum
Iudicum» (1222) a los condenados a muerte por parricidio que se
acogían a este derecho les conmutaba esta pena por la de
destierro y confiscación. En el Fuero Real (1255) se excluía de
esta inmunidad a varios tipos de malhechores: los ladrones
conocidos, los que de noche quemasen mies o destruyesen viñas o
árboles, los «quebrantadores» de iglesias que mataran o
hirieran en su interior, y a los que arrancaran mojones de las
heredades14. En el
«Código de las Siete Partidas» de Alfonso X el Sabio
(1256-1265) a esta lista se añadieron los defraudadores del fisco15,
ampliando en ambas legislaciones el concepto de «sagrado» a los
atrios, monasterios, terrenos circundantes y cementerios. Esta
ampliación estuvo motivada por el hecho de que la mayoría de las
iglesias estaban situadas en poblado y no quedaban protegidos sus alrededores: solo el
pórtico y la puerta. Las capillas, oratorios y hospitales
solamente ofrecían protección si habían sido construidos con la
debida licencia eclesiástica.
Figura 1. Mira. Plaza de la Villa.
En teoría tampoco gozaban de inmunidad
aquéllos que cometían delitos contra Dios y su Iglesia, los de
lesa majestad, los cometidos por no cristianos (musulmanes,
judíos, etcétera) así como los excomulgados y los paganos, pero
generalmente la justicia eclesiástica solía amparar a todos en
la confianza de su arrepentimiento, enmienda o conversión. A
todos, menos a los sospechosos de herejía. En este sentido
cuando los inquisidores decidían procesar a una persona
sospechosa de haber cometido herejía, si el prelado del
sospechoso publicaba el requerimiento judicial y el acusado se
negaba a obedecerlo se le podía negar la concesión del derecho
de asilo y los alguaciles inquisitoriales podían acceder a
cualquier lugar para apresarlo, aunque fuese lugar sagrado16.
Por su parte la jerarquía eclesiástica que ya
había establecido en la Alta Edad Media penas de excomunión y
entredicho17 a todos
aquéllos que violaran el derecho de asilo en los espacios
sagrados, e incluso para aquellos clérigos que colaborasen en
sacar a los refugiados, a finales del siglos XV y principios de
XVI intentó reformar los antiguos usos y costumbres sobre ritos y
mandamientos a través de la directrices contenidas en las
constituciones sinodales. En el caso concreto del derecho de asilo
y reconociendo los frecuentes abusos que se venían cometiendo
puso especial atención en el respeto al lugar sagrado que los
acogía, al recato y a la honestidad, limitando el plazo de
permanencia del refugiado. Sin embargo, no parece que obtuvo
demasiado éxito en sus propósitos, ni en este tema ni en el de
la compostura, ya que siguieron produciéndose largas permanencias
de asilados en los templos y no cesaron los desmanes de los
refugiados en las iglesias18.
Las Constituciones Sinodales del obispado de Cuenca lógicamente
también recogieron este derecho: «El juez seglar no eche
prisiones a ninguna persona que en la iglesia estouiere» (…)
«Qué se a de guardar con los que se acogen en las iglesias y
qué tiempo an de estar en ellas»19.
El Concilio de Trento (1545-1563) recogió en
su capítulo XX el Derecho de Asilo y animó a defenderlo mediante
la utilización de sus armas más efectivas: la excomunión y el entredicho. En este sentido
cabe decir que la excomunión, además de su significado desde el
punto de vista religioso, privaba a los gobernantes de su derecho
a gobernar liberando a sus súbditos del vasallaje y también los
inhabilitaba para el desempeño de cargos públicos (fue uno de
los grandes poderes temporales de la Iglesia). La institución
eclesiástica no estaba dispuesta a permitir que nadie violara el
derecho a la inmunidad del interior de los templos (al fin y al
cabo era territorio de su jurisdicción) y mucho menos que se
utilizara la violencia para sacar a los refugiados, ni que se
obligara su salida contra su voluntad mediante el engaño, el
miedo o el asedio alimenticio.
Cuando un reo conseguía escapar de la acción
de la justicia y alcanzaba refugiarse en lugar sagrado o con
derecho de asilo reconocido, simplemente con tocar las paredes de
la iglesia, ermita o cementerio, o la cadena exterior en aquellos
lugares no religiosos, quedaba amparado por esta inmunidad
eclesiástica y a partir de ese momento no podía ser capturado ni
condenado a penas corporales. Es importante señalar aquí que
cuando ante una apelación de la Iglesia se fallaba a favor del
preso (reconociendo su derecho al asilo) y por tanto en contra de
quien había producido o permitido el quebrantamiento, el juez
estaba obligado a proveer que el reo fuese devuelto al lugar de
donde fue sacado y si por alguna circunstancia no era posible o
conveniente sería conducido a otro que gozara también de la
misma inmunidad. En este caso los lugares elegidos eran
normalmente las iglesias o ermitas situadas en territorios
fronterizos que facilitaban la huida a otros reinos. También esta
prerrogativa dio lugar a abusos por parte de los reos ya que con
frecuencia algunos de ellos aprehendidos en lugares sin inmunidad
manifestaban su voluntad de ser restituidos a alguna iglesia
alegando haber sido extraídos de ella o de algún lugar inmune
contra su voluntad20.
Ahora bien, ¿qué ocurría cuando era
quebrantado este derecho? Como hemos podido ver el derecho de
asilo era un tema de jurisdicción mixta de materias espiritual
y temporal. Ambas jurisdicciones se afectaban mutuamente y con
frecuencia se vieron enfrentados el poder eclesiástico,
excomulgando a los poderes civiles cuando se producía algún caso
de violación del derecho, y el poder civil condenando a los
clérigos y recortando competencias temporales a la institución
eclesiástica. Este continuo enfrentamiento, que se extendía a
otras áreas en las relaciones entre ambos poderes como eran el
tema fiscal, las propiedades eclesiásticas, las propias
inmunidades, etcétera, hizo que las relaciones entre éstos se
endurecieran gravemente a partir del siglos XVI y sobre todo
durante el XVII, en el cual se documentan bastantes extracciones
violentas de reos del interior de iglesias (como en el caso que comentamos) con la respuesta contundente e
inmediata por parte de la Iglesia de la correspondiente
excomunión o entredicho a las autoridades y oficiales que las
llevaban a cabo, cuyos pleitos, en el caso del civil, eran
seguidos en alguna de las chancillerías reales.
Cuando se producía una violación del espacio
sagrado solía ir acompañado de un gran escándalo a nivel local.
Naturalmente se producía una gran conmoción popular que alteraba
la tranquila vida cotidiana en las pequeñas poblaciones como
Mira. En realidad se trataba de un acontecimiento extraordinario
en sus monótonas vidas, que pasaba a ser motivo de continuos
comentarios y murmuraciones. Por lo general el pueblo solía tomar
parte por la Iglesia por considerarla la parte más débil frente
a un poder civil cuya justicia solía ser bastante cruel y a
menudo parcial, en contraposición a la actitud conciliadora, de
perdón y de voluntad de «asilo» que mantenía el clero. Una
actitud a la cual, como hemos visto, los clérigos estaban
obligados por disposiciones sinodales, conciliares e incluso
pontificias. El clero local tenía la obligación de velar por la
seguridad y sustento de los acogidos al Derecho de Asilo, fuese
quien fuese el refugiado, acudiendo a la limosna si era menester21.
Y si por el contrario algún clérigo colaboraba con la justicia
ordinaria y permitía que fuese sacado del recinto sagrado debía
ser juzgado y sancionado severamente por los tribunales
eclesiásticos ya que también en el derecho canónico se
consideraba una falta muy grave22.
De cualquier forma, como dejó bien claro el obispo de Cuenca don
Juan Cabeza de Vaca en el sínodo de 1399, los arciprestes y
vicarios rurales solo podían actuar sobre causas de carácter
menor ya que, como sucedía en otras diócesis, la potestad
jurisdiccional sobre las causas criminales, civiles,
matrimoniales, beneficiales y mixtas en el territorio diocesano
estaba reservada en exclusiva al obispo o su vicario general 23.
3. EL ADULTERIO. UN GRAN PECADO
El adulterio se define como la relación carnal
entre una persona casada y otra no casada o entre dos casados en
distintos matrimonios no disueltos. Se distingue de la simple
fornicación en que presupone el matrimonio previo de al menos una
de las dos partes, aunque éste no se haya consumado. En general
siempre ha sido la Iglesia la que históricamente ha asumido el
papel de dictar las normas de moral y conducta de la sociedad
europea. Para esta institución el adulterio no solo fue
considerado desde la antigüedad como un grave pecado expresamente
prohibido en el decálogo de los mandamientos de la Ley
de Dios24, sino que
constituía una ofensa moral que merecía un castigo ejemplar
acorde con su gravedad, además de ser considerado motivo de
divorcio (si el cónyuge engañado así lo quería), de
excomunión si no existía el arrepentimiento y de otras penas
impuestas por los diversos ordenamientos penitenciales de la
Iglesia.
Durante mucho tiempo, tanto en el orden civil
como en el eclesiástico, cuando se ha hablado de «adulterio»
siempre ha estado referido al que cometía la mujer respecto del
marido, y estuvo penado en mayor o menor grado (dependiendo de la
época y el territorio) tanto por las leyes de la Iglesia (como
pecado) como por las civiles (como delito) a lo largo de la
historia. Sin embargo cuando este acto de infidelidad lo cometía
el hombre no era considerado como adulterio sino como
«amancebamiento» y como tal constaba en aquellas mismas leyes,
aunque las penas que se aplicaban en estos casos no fueron tan
duras ni tan estrictas.
Figura 2. Mira. Iglesia de Ntra. Sra. de la
Asunción, donde tuvieron lugar los hechos.
Las normas conyugales se basaban en dos
conceptos fundamentales. De un lado el débito conyugal y de otro
el coito con fines exclusivamente de procreación, considerando
tajantemente el placer como un acto inútil y cualquier gesto o
acto que dentro del matrimonio no condujera a aquélla era tomado
como «contra natura». Pero esto no siempre fue así. El
Antiguo Testamento, siguiendo el primitivo mandato de Jahvé de
«Creced y multiplicaos y llenad la tierra» no condenaba las
relaciones extraconyugales en el hombre con otras mujeres, aunque
sí las condenaba seriamente si éstas eran con una mujer
casada. Así tenemos que tanto en el Levítico (20, 10) como en el
Deuteronomio (22, 22) se preveía la muerte de ambos adúlteros.
Pero en el Nuevo Testamento es un poco más
complejo porque desde el principio ya fue objeto de
interpretaciones. En contraste con otros rigores, aparece la
benignidad de Jesús defendiendo a una mujer adúltera25.
El hecho de que Cristo fuera célibe propagó la creencia
herética de los agnósticos que consideraban que el estado de
celibato o castidad era superior al del matrimonio. Esto suponía
un grave desprecio hacia este sacramento y por este motivo no solo
mereció el rechazo de la Iglesia sino la persecución por su
tribunal más severo: la Inquisición26.
Y fue esta institución quien a partir de la celebración del
Concilio de Trento y los nuevos patrones de moralidad que de él
surgieron vigiló con mayor celo estas desviaciones de la doctrina
oficial católica, y aunque no castigó el adulterio en sí ni la
fornicación extraconyugal (no eran materias de su
jurisdicción) si persiguió duramente la bigamia y aquellas
manifestaciones que postularan que el estado de los amancebados
o los célibes era mejor que el de los casados, o que la simple
fornicación pagando los servicios no era pecado, por
considerarlas todas ellas sospechosas de herejía.
4. … Y UN GRAVE DELITO
Desde el punto de vista de la legislación
civil el adulterio también fue desde siempre considerado como un
delito grave y como tal fue castigado con las más severas penas,
cuya gravedad varió en función de la época y de los territorios
contemplados. Veamos una pequeña selección de algunos de los
principales textos medievales que nos ayudará a comprender la
aplicación de la ley en la sentencia del caso que nos ocupa de la
villa de Mira. El viejo Fuero Real establecía que «si una muger
casada ficiere adulterio, ella y el adulterador ambos sean en
poder del marido, y faga dellos lo que quisiere, y de quanto han,
así que no pueda matar al uno y dexar al otro …»27.
De igual forma el Fuero de Cuenca (finales del siglo XII),
justificaba la muerte de la mujer adúltera y el amante por parte
del marido engañado sin tener que pagar por ello si lo hacía en
el momento de hallarlos cometiendo el delito, pero pagaría
penas pecuniarias si lo hacía en otro momento28.
En el mismo sentido se pronunciaba el Ordenamiento de las Leyes de
Alcalá (aunque con algunas matizaciones en cuanto a la edad
mínima de los adúlteros si estaban desposados «por palabras de
presente»29)
disponía que ambos pudieran ser muertos por el marido, si
quisiere, así como disponer de los bienes de él 30.
El adulterio femenino era considerado como una
falta muy grave porque atentaba contra el honor y derechos del
marido y de la propia familia o linaje. En cambio la infidelidad
del esposo, aunque también fue considerado delito y estaba mal
visto que los hombres casados mantuvieran relaciones sexuales
fuera del matrimonio, no producía la deshonra de la mujer. Esto
quedaba perfectamente de manifiesto en los códigos de justicia
medievales y afectaba a ambos: al marido y a la manceba, que se
llevaba la parte más pecaminosa de la relación y hacia ella se
dirigían las penas más graves: azotes, destierro y multas,
porque según establecían las Cortes de Toledo (1480), «es cosa
honesta y decente quitar la ocasión … a los hombres casados de
hallar mujeres que públicamente quisieren ser sus mancebas» y es
a ellas a quienes se culpaba de caer en el pecado e incitar a los
hombres a la relación pecaminosa extraconyugal ofensiva a los
ojos de Dios. Sin embargo rara vez se imponía a los amancebados
penas rigurosas. Como mucho se ha comprobado algún caso en que se
ha sentenciado la pérdida de un quinto de los bienes del varón y
el destierro para la manceba31.
Aún hoy cuando el adulterio es cometido entre dos personas
casadas el pecado es más grave que cuando una de ellas es
soltera y si la parte casada es ella el pecado es considerado más
malicioso que cuando es ella la soltera.
Además de existir una clara discriminación en
cuanto al sexo de la persona que cometía el adulterio, también
la hubo en cuanto a la clase social a la que pertenecían los
adúlteros. Los amores extraconyugales cometidos por la nobleza o
la realeza eran considerados como algo normal e incluso en
numerosas ocasiones aceptados por sus esposas legítimas, y los
nobles amancebados nunca fueron llamados «adúlteros». En la
documentación ellos aparecen con alusiones mucho más suaves como
«tomó manceba» y ellas son consideradas como «enamoradas»,
«amigas» o «madres de sus hijos» más que como adúlteras32.
El estudio de algunos procesos por adulterio nos demuestra, con
cierta lógica, que este tipo de delito solía cometerse por lo
general cuando el marido permanecía durante largas temporadas
fuera del hogar ya fuera por negocios, por motivos de trabajo,
militares, por estar cautivo o preso, etcétera. Con todo resulta
interesante comprobar como mientras en otros países europeos como
Francia o Italia los castigos por este tipo de delitos fueron
suavizándose a lo largo de la Baja Edad Media, bien entrado el
siglo XVII en estas tierras castellanas fronterizas seguían
aplicándose los viejos ordenamientos medievales que castigaban el
adulterio con las penas más severas: la entrega pública de los
adúlteros al marido para que éste hiciere de ellos lo que
quisiere y se quedara con sus bienes privativos, si bien es cierto
que la documentación medieval demuestra que efectivamente en
Castilla los delitos de moral sexual fueron castigados con mayor
severidad que en otras regiones de Europa. A veces el marido, en
un arrebato de odio y venganza mataba a los amantes al
sorprenderlos en el acto de forma flagrante. En estos casos
algunos códigos medievales le autorizaban a hacerlo sin recibir
pena a cambio, pero a medida que avanzó la Baja Edad Media se
hizo necesario una sentencia judicial previa para poder hacerlo
(como en el caso que nos ocupa) y de no hacerse así podía el
marido ser también condenado a muerte por asesinato. También
cabe decir que no siempre los casos de adulterio acababan con la
muerte de la esposa adúltera, también se registraron algunos
casos en que existió perdón y el marido consintió en que la
mujer volviera a hacer «vida maridable» con él 33.
5. LO QUE ACONTECIÓ EN MIRA
Los hechos del caso que nos ocupa sucedieron en
el verano de 1627 en la villa de Mira. Su condición de tierra
fronteriza alejada de la capital (Cuenca) configuró a lo largo de
la historia el carácter de sus habitantes y de sus costumbres,
profundamente arraigadas, tanto en lo social como en lo
político, puesto de manifiesto en los frecuentes enfrentamientos
y pleitos que mantuvo con la vecina Requena durante el tiempo en que formó parte de su
jurisdicción como aldea (1260-1537). De considerable importancia
fueron los que tuvieron lugar durante casi medio siglo por
pretender la villa mireña «tener horca y picota siendo aldea»
(1515), y posteriormente como consecuencia de la pretensión de
eximirse de dicha jurisdicción, hasta que lo consiguieron en 1537
34.
Esto nos puede dar una cierta idea sobre las aspiraciones que ha
mantenido esta pequeña población por administrar su propia
justicia a lo largo de su historia.
Figura 3. Mira. Antigua puerta de acceso a la
iglesia de Ntra Sra. de la Asunción
El suceso que nos proponemos comentar en
realidad lo forman cuatro procesos diferentes: la causa civil que
dio lugar al procesamiento de Ana de Ruescas y Juan García
Lázaro, acusados de adulterio por el marido de Ana, el molinero
Martín Sanz, estante en la villa; el expediente abierto por las
autoridades eclesiásticas a don Pedro Ferrer, vicario perpetuo en
dicha villa, natural y vecino de Mira, de unos 33 años de edad,
acusado de haber permitido la violación del derecho de asilo al
dejar que el teniente de alcalde Juan de Barea sacara a la fuerza
a Ana de Ruescas de la iglesia, donde se había refugiado35;
el que se abrió contra los alcaldes ordinarios Diego Ruiz y
Vicente García, acusados de haber ejecutado la sentencia
conociendo las circunstancias en que había sido sacada; y por
último el que se inició en el tribunal de la Inquisición de
Cuenca al haber acudido el vicario Pedro Ferrer ante el Inquisidor
don Juan Fernández Vallejo en su condición de funcionario del
Santo Oficio ya que éstos mantenían un estatus especial y
particular dentro de la jurisdicción eclesiástica según el
cual sus miembros únicamente podían ser juzgados por los
tribunales inquisitoriales. Desafortunadamente no hemos podido
localizar más que este último expediente donde aparecen algunos
traslados de declaraciones de los testigos interrogados en el
proceso eclesiástico. Sobre todo de la parte correspondiente a
la polémica extracción de la iglesia de Ana y su posterior
ejecución pública36.
De cualquier forma no son relevantes los hechos del adulterio en
sí sino el resultado.
Por la atenta lectura de dicho proceso sabemos
que como consecuencia de haber sido sorprendida por su marido en
flagrante adulterio Ana de Ruescas fue juzgada y puesta en
prisión en casa de Mateo Sánchez Domínguez «con prisiones a
los pies, cadena y grillos» y a Juan García, su amante, lo
pusieron preso en casa de Miguel Sánchez, es de suponer que en
las mismas condiciones que ella. Por este detalle podemos deducir
que no debía existir cárcel pública o real en Mira por aquellas
fechas. De las declaraciones de los testigos se desprende que el
viernes 30 de julio de aquel año de 1627, en audiencia pública,
Martín Sanz probó su acusación ante los alcaldes ordinarios
Diego Ruiz Jubera y Vicente García pero tanto Ana como Juan «no
probaron sus excepciones» y por tanto, previo asesoramiento del
doctor Pedro López Cantero, los mencionados alcaldes los hallaron
culpables del delito de adulterio y dictaron sentencia ordenando
que se construyera un cadalso en la plaza pública de la
población y allí fuesen entregados ambos públicamente «con
prisiones» al marido de Ana para que éste hiciere lo que
quisiere de ellos, y si algunos bienes quedaren después de haber pagado
las costas y gastos «se den al dicho Martín». Fueron testigos:
Mateo Sánchez Domínguez, Miguel Sánchez de Fez, fray Diego
López, el alguacil Pedro Ruiz y el escribano de dicha villa
Domingo del Orrio, que dio fe, todos ellos vecinos de Mira.
Firmaron la sentencia Vicente García y el mencionado asesor Pedro
López.
Aquel mismo día el escribano Domingo del Orrio
se trasladó a donde se encontraba Ana y en presencia de su
procurador defensor Juan Domínguez le comunicó la sentencia.
Fueron testigos: Mateo Sánchez Domínguez (el dueño de la casa
donde se encontraba presa), Bartolomé Ferrer «de las
carnecerías» y Juan Ferrer de Urrutia, también vecinos de
Mira. Entonces Ana pidió confesar antes de morir.
Según el testimonio de Cecilia Sánchez, mujer
de Mateo Sánchez Domínguez, aquella mañana, mientras su marido
había salido temprano para trabajar en el campo, oyó a Ana que
la llamaba y cuando acudió le dijo que quería confesar. Cecilia
le contestó que no podía ser si no lo autorizaba la justicia. Al
día siguiente, mientras Cecilia estaba amasando pan, se presentó
en dicha casa el vicario don Pedro Ferrer, en compañía del
sacristán Juan Ferrer, diciendo que venía a confesarla. Cecilia
le dijo que no podía pero Pedro la llamó y Ana «bajó» (por lo
visto estaba recluida en algún piso superior de la casa y a pesar
de las cadenas podía moverse con cierta facilidad) y comenzaron a
hablar. Ana le recriminó su tardanza a lo que el vicario
argumentó que no había ido antes «por ser el caso que era».
Cecilia comprendió que debía acceder a que don Pedro la
confesase y lo consintió pero apremiándoles con la excusa de que
«la masa ya está en el horno» y se quería ir. Creyendo que Ana
se quedaba confesando se retiró de la estancia a sus quehaceres
para dejarlos a solas en confesión. Al poco rato le pareció ver
una sombra que cruzaba por la casa y salió para ver qué
ocurría. Sorprendida y asustada pudo comprobar que no estaban ni
Ana ni el vicario. Entonces empezó angustiada a llamarla a voces
por la calle pero nadie le respondió. Una pequeña niña le dijo
que Ana había ido a la iglesia. Cecilia se fue inmediatamente a
casa del teniente de alcalde Juan de Barea para informarle de lo
ocurrido. Al cabo de una hora volvió a su casa y vio que Ana ya
estaba allí de nuevo. Pero ¿qué había ocurrido durante ese
tiempo?
Algunos testigos manifestaron que estaban
convencidos, y otros que habían oído murmurar, que la idea de
refugiarse en la iglesia se la había aconsejado el cura a Ana
«porque si no no se entiende que no lo hubiera hecho hasta
entonces». En este punto de la historia enlazamos con la
declaración del vicario, quien manifestó que «un día de
agosto» (omite mencionar la visita a Ana para la confesión)
cuando fue a la iglesia se encontró en su interior a Ana de
Ruescas que se había salido de la cárcel y le había pedido
protección. El vicario la metió en la sacristía vieja de dicha
parroquia («que está debajo del altar mayor») con la ayuda de
Juan Ferrer, el sacristán. Allí ella le manifestó que estaba
presa por adúltera y que la habían condenado a muerte. Al poco rato irrumpió en la iglesia
«con mucha cólera y enojo» el teniente de alcalde Juan de Barea,
el cual tomó a Ana y pretendió sacarla «por la fuerza» de la
sacristía y «parte sagrada donde estaba» para devolverla a la
cárcel (obsérvese en las declaraciones del vicario el énfasis
en los conceptos «por la fuerza» y de «lugar sagrado» sabedor
que estos eran los principales fundamentos de la violación del
derecho de asilo que podía asistir a Ana de Ruescas). El juez
presbítero don Juan Simón, encargado del interrogatorio
eclesiástico, quiso aclarar dos aspectos que consideraba claves
en el esclarecimiento de los hechos: quién saco a Ana de la
iglesia y si se hizo con violencia. El primer punto quedó
aclarado por la declaración de un testigo (Pedro Castellano) que
manifestó que Juan de Barea la sacó «de la mano» sin ayuda de
nadie. Y por lo que respecta a la violencia todos los testigos
coincidían en señalar que vieron salir de la iglesia al
sacristán sangrando abundantemente en una mano. Aquel detalle
se convirtió en una prueba esencial para confirmar la violación
de la inmunidad del lugar sagrado de la iglesia.
El sacristán era la persona que mejor podía
esclarecer aquel extremo. Pero no aclaró mucho las cosas. En sus
declaraciones manifestó que el alcalde estuvo «bregando» con
fuerza con él y con el vicario intentando sacar a Ana fuera del
recinto de la iglesia. De pronto se sintió herido en una mano y
empezó a sangrar de forma alarmante y por ello tuvo que abandonar
la trifulca para ir a curarse. Preguntado por el autor de la
herida el sacristán se limitó a decir que no sabia ni presumía
quien lo hizo, y que «bregando con el alcalde se hirió»37.
Cuando volvió al lugar de los hechos ya no había nadie en la
iglesia. Algunos vecinos «con gran escándalo y murmuración»
comentaban que Juan de Barea había sacado «con fuerza» a Ana de
la iglesia y la había devuelto presa a donde estaba. Continuó
relatando el sacristán que el vicario Pedro Ferrer, consciente de
la gravedad de los hechos, quiso manifestar su autoridad en
defensa del derecho de asilo de Ana y evitar su ejecución,
protestando enérgicamente ante los alcaldes Diego Ruiz y Vicente
García, que eran los que la habían juzgado, haciéndoles
requerimientos tanto por palabra como por escrito para que
devolvieran a Ana a la iglesia y no permitiesen que se llevara a
cabo la sentencia. Al mismo tiempo cursó un «propio»38 a un letrado para que le
asesorara en lo
que debía hacer ante semejante ignominia, y otro a la Ciudad de
Cuenca para informar al obispo, pidiendo urgentemente «censuras y
comisión» contra los alcaldes. Algunos testigos manifestaron que
«habían oído» que se había enviado a alguien a Cuenca a por
las «censuras». De hecho así debió ser, pero al parecer no
se hizo con la diligencia que requería la
situación. Por este motivo se inquirió a los testigos sobre este
extremo. Mateo Sánchez (en cuya casa estuvo presa Ana) dijo haber
protestado también a los alcaldes para que devolvieran a Ana a la
iglesia y manifestó su ignorancia sobre si el cura había sido
remiso en despachar las censuras contra los alcaldes. Su mujer,
Cecilia, se limitó a decir que «había oído decir» que el cura
había enviado a Cuenca a por censuras, pero que desconocía
cuándo los envió y si fue remiso en hacerlo.
La lejanía de Cuenca y el aislamiento
geográfico de Mira fueron probablemente los motivos
transcendentales de tan fatídico resultado39.
Las aproximadamente 18 leguas (unos 100 Km.) de distancia que les
separaban de la capital conquense, por un camino tortuoso y
difícil jugaron un papel esencial en el desarrollo y desenlace de
aquel dramático suceso. Sin que lleguen a quedar claras las
circunstancias lo cierto es que el día 5 de agosto (tan solo
cuatro días más tarde de los luctuosos hechos de la iglesia) los
alcaldes ordenaron que se llevara a cabo la sentencia en el
cadalso dispuesto en la plaza, prohibiendo que ningún seglar
fuese osado de subir a él bajo pena de doscientos azotes. Fueron
testigos: Martín Ruiz, alguacil; Bartolomé Conde, Francisco de
Fez y Sixto Martínez viejo, todos ellos vecinos de Mira. Se hizo
pregón público y Ana de Ruescas fue sacada del lugar donde se
encontraba presa con sus «prisiones y cadenas» y entre la
expectación y la murmuración del pueblo allí congregado fue
atada de pies y manos y entregada a su marido Martín Sanz, quien
le tapó los ojos y la degolló «por la garganta». El cuerpo
desangrado quedó allí expuesto «un rato» sobre el cadalso en
medio de la multitud hasta que la justicia se lo llevó. Fueron
testigos presentes: Sixto Martínez, alcalde de la Santa
Hermandad, Juan García, regidor y Juan Ferrer, así como el
escribano Vicente García en nombre de Domingo del Orrio. Según
la declaración de Mateo Sánchez tan solo una hora más tarde
llegó el mensajero de Cuenca con las censuras, pero Ana ya estaba
muerta. Hubo general consternación en la villa y el vicario
salió huyendo porque algunos vecinos lo culparon de haber sacado
a Ana de la cárcel para llevarla a la iglesia o al menos de
haberle aconsejado para que lo hiciera y tuvo miedo de que el
tribunal del provisor del obispado pudiera acusarlo de esto. Nada
dice este expediente de cuál fue el destino de su amante Juan
García, condenado como ella a ser entregado a Martín Sanz.
Ante esta dramática situación podemos
plantearnos algunas preguntas: ¿Conocían los alcaldes el
envío de este mensajero a Cuenca? Más tarde o más temprano
acabarían sabiéndose los hechos en el obispado. Entonces, ¿eran
conscientes los alcaldes de a lo que se exponían cuando llegase a
oídos del obispo los acontecimientos? ¿Conocían las consecuencias que
podía tener el hecho de haber violado el derecho de asilo de la
iglesia? Y si esto fue así ¿por qué siguieron adelante con la
ejecución?
Los interrogatorios del juez provisor episcopal
tuvieron lugar los días 27 y 28 de agosto. Este último día el
juez ordenó al teniente de alcalde Juan de Barea y a los alcaldes
ordinarios Diego Ruiz, Vicente García y al vicario Pedro Ferrer
que comparecieran en el plazo de doce días bajo pena de
excomunión ante el licenciado Felipe de Villagómez, fiscal de la
audiencia episcopal y ante el provisor de la ciudad y obispado
de Cuenca, en razón de las posibles responsabilidades que
pudieran tener en los hechos acontecidos en Mira. Se sabe que a
principios del mes de septiembre todos los alcaldes estaban
presos en Cuenca en la cárcel real, acusados de haber violado la
inmunidad de un lugar sagrado.
En cuanto al vicario Pedro Ferrer, se presentó
el 6 de septiembre ante el inquisidor don Juan Fernández
Vallejo «a quien competen todas mis causas criminales
privativamente» (recordemos que como funcionario del Santo Oficio
solamente podía ser juzgado por un tribunal inquisitorial) con la
acusación de haber sacado a una mujer de la cárcel para llevarla
a la iglesia. Inmediatamente el inquisidor ordenó encerrarlo en
la cárcel de familiares de Cuenca40.
Allí permaneció durante veintidós días, al cabo de los cuales
el propio Pedro Ferrer pidió confesión mediante carta de fecha
28 de septiembre para poder volver a su casa «donde hacía mucha
falta». El día 2 de octubre volvió a enviar otra carta en el
mismo sentido. Los inquisidores finalmente accedieron a ello y
aquel mismo día lo mandaron llamar. Don Pedro relató todo lo
ocurrido en la iglesia pero negó haber sacado a Ana de la casa
donde se encontraba presa ni haberle aconsejado que lo hiciera y
mantuvo que no sabía quién la pudo sacar o ayudarle a salir.
Nada nuevo estaba aportando a lo ya conocido. Entonces el
inquisidor le recriminó que si lo negaba todo cuál era el pecado
que quería confesar. El vicario en primer lugar quiso dejar claro
que se había presentado ante el tribunal inquisitorial de forma
voluntaria porque los inquisidores eran los jueces a los que
competía entender en su causa y que quería que se informara de
ello al Provisor de Cuenca, que era quien lo había citado. A
continuación confesó que siendo cura estaba obligado a defender
la inmunidad de la iglesia y por eso requirió en muchas ocasiones
a «los alcaldes» (habla en plural) que no podían sacarla en
virtud «del privilegio y exenciones que la Iglesia tiene concertado con su Santidad». Pero a
continuación añadió que él no había hecho resistencia, y
éste creía que era su pecado.
Dicho esto se ordenó dar traslado de dicha
confesión al promotor fiscal del Santo Oficio don Alonso de
Vallejo, quien aquél mismo día formuló acusación en el sentido
de que, habiéndose refugiado Ana de Ruescas en la iglesia; y
habiendo sido sacada por la fuerza por Juan de Barea; y estando en
todo presente el acusado Pedro Ferrer, sabedor de que Ana estaba
condenada a muerte y por ese motivo se había refugiado allí y
que posteriormente los alcaldes iban a ejecutar la sentencia a
pesar de conocer lo que había ocurrido, Pedro Ferrer «con
notable omisión, aunque sin malicia ni descuido de su
obligación de sacerdote debía haber defendido la inmunidad y
despachar enseguida un propio a esta ciudad para que se acudiera a
la defensa de la mujer» y no lo había hecho habiendo tiempo
material para ello. Por tanto estaba notablemente culpado por la
muerte de Ana y por ello el fiscal pidió que se le condenase en
las penas arbitrarias oportunas conforme a la calidad del delito.
Finalmente la condena quedó en una simple amonestación por parte
de los inquisidores para que «quedase quieto y pacífico y se
abstuviera de cometer semejantes delitos» so pena de ser
castigado con rigor y lo condenaron al pago de 2.000 maravedíes
para los gastos del tribunal. Firmaron esta sentencia los
inquisidores: Juan Fernández Vallejo, licenciado Sebastián de
Frías y don Juan Quixada de Almaraz.
6. CONCLUSIÓN
Durante el siglo XVIII las diversas bulas
pontificias, los breves y los concordatos emanados de la Iglesia
Católica acabaron por anular de hecho el Derecho de Asilo tal y
como fue conocido y aplicado hasta entonces, si bien las
autoridades eclesiásticas tampoco pusieron demasiado empeño en
defenderlo como lo habían hecho en los siglos anteriores. En esta
pugna por el control de esta jurisdicción entre Estado e Iglesia
acabó imponiéndose el primero, y a finales de dicho siglo el
Derecho de Asilo había desaparecido como privilegio de fuero
clerical.
Con este trabajo hemos pretendido dar a conocer
uno de los raros y generalmente poco conocidos ejemplos de
violación de la inmunidad que otorgaba el Derecho de Asilo
ocurrido en estas tierras fronterizas situadas entre los «tres
reinos» (Valencia, Castilla y Aragón). Tanto en Historia como
en Derecho se sigue investigando actualmente para completar una
visión comparativa, global y sistemática de la práctica y
evolución de este derecho en los diferentes pueblos, sistemas y
ámbitos jurídicos. La palabra «asilo» significa «lugar
privilegiado de refugio para los delincuentes» pero también
tiene otra significación más amable como es el de
«establecimiento benéfico donde se refugian los
menesterosos». El antiguo «derecho de asilo» medieval no fue más que el precursor
del moderno asilo político41.
Porque hoy desde unos planteamientos distintos en el fondo este
derecho sigue estando en plena vigencia, no solo en el actual
Derecho Canónico como hemos dicho, sino que está recogido como
derecho del individuo en declaraciones de derechos fundamentales,
como es la Declaración Universal de los Derechos Humanos, en su
artículo 14. Ahora ya no se trata de delincuentes ni maleantes
que se refugian en las iglesias huyendo de la justicia o de la
injusticia pero hoy se utilizan las embajadas y se cruzan las
fronteras. El fenómeno se repite con la multitud de refugiados
que llegan cada día buscando «asilo» y ayuda porque son
víctimas de persecuciones políticas, étnicas, guerras, hambres,
etcétera y tanto los estados democráticos como las instituciones
de tipo religioso o caritativas tienen —tenemos— la
obligación de asistirles y de protegerles en la medida de lo
posible.
1 Podemos inferir que se trataba de una
población de cierta importancia si la comparamos con otras de su
entorno. Los datos más aproximados en el tiempo de que disponemos
son los del «Libro de las pilas que hay en el Obispado de
Cuenca, que está dividido en mayordomías y vecinos excepto el
Arciprestazo de Alarcón, que se cuenta por sí» (1594) que
da una cifra de población en Mira de 200 vecinos (Camporrobles y
Landete tenían 80 cada una y Utiel 800) y los 123 vecinos que
ofrece el censo municipal de Requena y sus aldeas hacia el año
1646 (para un total de 780 que tenía en su conjunto la villa de
Requena «con sus arrabales y caseríos») (A.H. Simancas –
Diversos de Castilla. Leg. 23 nº 1. «Relación de la vecindad
de la villa de Requena. Villa y lugares de su partido así
realengo y eximidos como de señorío y abadengo. Por testimonio
del escribano de Ayuntamiento …»). Este descenso
poblacional, generalizado en toda Castilla, se debió al efecto
que sobre la población tuvo la expulsión de los moriscos en
1609.
2 Díaz Ibáñez, Jorge: Iglesia, sociedad y
poder en Castilla. El Obispado de Cuenca en la Edad Media (siglos
XII-XV). Alfonsípolis. Cuenca. 2003. Pág. 252 y 271.
3 Al parecer de la «Casa de la Cadena» de
Utiel fue extraída violentamente por la justicia real la vecina
Juana González, que se había refugiado en ella buscando el
deseado derecho de asilo. Citado por Cremades Martínez, Miguel. La
Historia de Utiel en su sus documentos. Vol. II. Utiel. 2005.
Págs. 34 a 38 (no se indica el año).
4 Domínguez Ortiz, Antonio: El antiguo
régimen: los Reyes Católicos y los Austrias. Historia de
España Alfaguara. vol. III. Alianza Universidad. 1976. Págs.
220-224.
5 Aún hoy figura esta protección en el
Derecho Canónico «… los reos que se refugiaren en ellas (las
iglesias) no podrán ser extraídos, fuera del caso de necesidad,
sin el asentimiento del Ordinario, o por lo menos del rector de la
Iglesia». (Lib. III, P. II. Sec. I. Tit. IX. Art. 1179).
6 «Las Partidas» proclamaban el asilo
precisamente en el palacio del rey, cuya paz acogía a las gentes
perseguidas, quedando exentas incluso de la acción de la justicia
regia, que solo actuaría en caso de traición. («Partidas»,
2.17.2)
7 En determinados momentos históricos
altomedievales se recogen este tipo de prerrogativas para atraer a
gentes con quien repoblar los territorios conquistados y así se
expresa en los fueros concedidos. Por ejemplo en el de Cuenca
(1190) se subraya que los muros de las villas ofrecen seguridad
y las gentes que vayan a repoblar no deben responder de
«enemistad, deuda, fianza, herencia, mayordomía, merindad ni de
cualquier otra cosa que hayan hecho antes de la conquista de
Cuenca» (Privilegio de los pobladores, Cap. I, 10)
8 Algunos fueros medievales reconocían este
privilegio a lugares civiles como los palacios de los infanzones.
Véase Sánchez Aguirreolea, Daniel «El derecho de asilo en
España durante la Edad Moderna». Revista Hispania Sacra. Instituto
de Historia. CSIC. Madrid. Vol. LV. Nº 112. 2003. Pág. 577.
9 Véase Fernández de
Bethencourt, Francisco.
«La familia Córdova en Utiel» en Historia Genealógica y
Heráldica de la Monarquía Española. Casa Real y Grandes de
España. Madrid. 1897- 1918. Vol. IX. Págs. 624-644;
Ballesteros Viana, Miguel. Historia de Utiel. Ayto. de
Utiel. 1973. Pág. 351 y 443; y Martínez Ortiz, José. Heráldica
de Utiel. Págs. 74 y 75.
10 Bernabéu López, Rafael. Leyendas y
Tradiciones Requenenses. Fiesta de la Vendimia. Requena.
1995. Págs. 66 y 67.
11 Sánchez
Aguirreolea. Op. cit. Pág. 585.
12 El XII Concilio de Toledo (681) estableció
un espacio de 30 pasos alrededor de las iglesias para que los
allí refugiados pudieran atender a sus necesidades sin ensuciar
ni causar molestias en el interior de los templos o los claustros.
(Tejada y Ramiro, J. Colección de Cánones y de todos los
concilios de la Iglesia española traducida al castellano con
notas e ilustraciones. Madrid. 1855. Tomo I, Pág. 478).
13 Evangelio de san Lucas, 7, 36 a 50.
14 Tit. V, ley VIII.
15 Partida I,
Tit. XI, ley IV. Esta exclusión
también fue recogida por los RR.CC. en su pragmática de 1498
(Toledo) quienes ordenaban que fuesen sacados y puestos en cárcel
seglar.
16 Eymerich, Fr. Nicolás «Directorivm
Inquisitorvm». 1376. Art. LI. «Sobre la privación de las
dignidades, honores y beneficios eclesiásticos y públicos que se
inflige por la herejía».
17 El «entredicho» era una censura o pena
eclesiástica que prohibía a ciertas personas o en determinados
lugares el uso de los oficios divinos, de algunos sacramentos y de
la sepultura eclesiástica.
18 En las Cortes de Madrid de 1551 se propuso
que los jueces pagaran de «su bolsa» los daños materiales
causados en las iglesias. Sánchez Aguirreolea, Op. cit. Pág. 579
a 581.
19 «Constituciones synodales del Obispado de
Cuenca. Hechas por el reverendísimo señor don Diego Ramírez de
Villaescusa, Obispo de Cuenca, capellán mayor de la Reyna doña
Juana, nuestra señora (…)». Cuenca. MDXXXI. Fol. 46v – 49
vto.
20 Esta práctica fue regulada mediante el
Concordato de 26-9-1737 a partir del cual estos reos no gozarían
de inmunidad y tampoco se consideraría la existencia de derecho
de asilo en iglesias o ermitas donde no se guardara el Santísimo
Sacramento.
21 Francia Lorenzo, S. Delincuentes. El
derecho de asilo en Palencia. Palencia. Cálamo. 2001. Pág.
232.
22 Sánchez
Aguirreolea, Op. Cit. Pág. 583 y
584.
23 Archivo de la Catedral de Cuenca. Estatutos,
f. 34r. Citado por Díaz Ibáñez. Op. cit. Pág. 254.
24 En el sexto mandamiento se prohíbe
expresamente «No cometerás adulterio» (Éxodo, 20, 14).
25 Evangelio de san Juan,
8, 3-5. En este mismo pasaje se hace referencia a que en la Ley de
Moisés «las mujeres» sorprendidas en flagrante adulterio deben
ser apedreadas.
26 Véase
Pérez Escohotado, Javier Sexo e
Inquisición en España. Colección «Historia de la España
sorprendente». Ed. Temas de hoy. 1992. Pág. 72 y 73.
27 Fuero Real. Ley
I, tit. 7. Lib. 4. Pena de los adúlteros.
28 Ureña y
Smenjaud, Rafael. El Fuero de
Cuenca. Ed. Universidad Castilla-La Mancha. Cuenca. 2003.
Libro I, Capítulo XI, 28.
29 Durante la
Edad Media y algunos siglos posteriores, en Castilla el acto del
matrimonio constaba de dos fases: el desposorio y la velación. A
su vez el desposorio se desdoblaba en «por palabras de futuro»
(especie de petición de mano) y «por palabras de presente»,
acto en el que los dos esposos se entregaban verdaderamente el uno
al otro (única ceremonia válida a los ojos de la Iglesia) y
entonces tenía lugar la velación, que consistía en una solemne
bendición hecha algún tiempo después de celebrado el
matrimonio.
30 «Ordenamiento de las leyes que D.
Alfonso XI hizo en las Cortes de Alcalá de Henares el año de mil
trescientos y cuarenta y ocho». Madrid. 1774. Tit. XXI, Ley I.
«De los adulterios y los Fornicios». Las Leyes de Toro (1505)
limitaron la posibilidad de que el marido se quedara con los
bienes del cómplice y con la dote de su mujer a que los ejecutara
por sentencia de la Justicia Civil. (Ley 82)
31 Córdoba
de la Llave, Ricardo «Adulterio, sexo y violencia en la Castilla
Medieval». Rev. Espacio,
Tiempo y Forma, Serie IV, Hª Moderna, t. 7. 1994, Pág. 174.
32 Ibídem.
Pág. 175.
33 Ibídem.
Págs. 165-167.
34 Bernabéu López, Rafael. Historia
crítica y documentada de la ciudad de Requena. Requena. 1982.
Págs. 203 y 226.
35 Mira en esta época contaba con una iglesia
y varias ermitas. Estamos hablando del mismo edificio existente en
la actualidad bajo la advocación de Nuestra Señora de la
Asunción. Todavía tenía su acceso principal por su lado de
Poniente, ya que hasta 1792 no se procedió a la gran reforma
definitiva que le daría su fisonomía actual, abriéndose un
nuevo acceso por el lado de Mediodía.
36 Archivo Diocesano de Cuenca. Inquisición.
Leg. 423 nº 5939. 1627.
37 Esta falta de memoria del sacristán pudo
estar motivada por el hecho de que, como confesó posteriormente
en su declaración, era pariente tanto del cura como de los
alcaldes. Inmediatamente después de admitir este parentesco se
apresuró a aclarar «¡pero he dicho la verdad!».
38 Un «propio» era equivalente a un
mensajero. Es decir una persona que se enviaba a algún lugar con
un recado o una carta
39 Por Mira transcurría el camino que desde la
Edad Media comunicaba la capital conquense con Valencia a través
de Mohorte, Reillo, Cardenete, Víllora, Mira, Camporrobles y
Utiel, donde enlazaba con el «Camino de la Corte».
40 La inquisición disponía de tres tipos de
cárceles: las del «secreto» donde se encerraban a los reos
mientras duraban sus proceso; las de la «Penitencia» destinadas
a los reos con sentencia firme de prisión para que cumplieran su
condena, y las llamadas «Cárceles de familiares» o «medias»
que era donde eran recluidos los funcionarios del Santo Oficio
acusados de haber cometido algún delito. Estas, más que celdas
solían ser habitaciones compartidas e incluso algunas veces la
reclusión tenía lugar en casa de algún otro cargo de la
Inquisición.
41 Véase Rico
Aldave, Hipólito El Derecho
de Asilo en la Cristiandad. Fuentes Histórico-Jurídicas.
Pamplona. 2005.
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ARCHIVO DIOCESANO DE CUENCA. Sección
Inquisición. Leg. 423 Exp. 5939.
ARCHIVO HISTÓRICO NACIONAL. Simancas. Diversos de Castilla.
Leg. 23 nº 1.
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