Ermita de la Fonseca

Autor:  LLUCH GARÍN

Con esta segunda entrega finalizamos los artículos dedicado a las ermitas de nuestro pueblo. Nuevamente, Lluch Garín , nos deleita con un artículo en el que mezcla el gusto por el paisaje que contempla con las conversaciones de los últimos habitantes de esta alejada aldea venturreña ( En 1955 La Fonseca contaba con 27 habitantes y 5 casas ). El artículo fue publicado en el diario "Las Provincias" el 13 de enero de 1967 y en el además de la descripción de la ermita, nos habla de las anécdotas que recordaban los moradores de esta pedanía. Actualmente, esta ermita aún puede ser visitada, así como lo que queda del resto de la aldea, que se encuentra vigilada permanentemente por los Cuchillos.

Un amigo me da la pista de una Ermita

        El amigo, el buen amigo, es José Soler Carnicer y la Ermita es la de San Antonio, situada en la aldea solitaria de La Fonseca enclavada en el término de Venta del Moro...( Parte de artículo omitida )

        Mientras escucho voy tomando notas rápidas: Puerto de Contreras... Puente .. Camino de difícil entrada... Es estrecho y con muchas curvas... Molino.. Central... Hay que preguntar por el nuevo camino... Parece que no tiene salida .. Hierba y piedras en su arranque... Más curvas... Las piedras interrumpen el paso definitivamente.. Senda junto al río. . Tres puentes, uno de ellos colgante.. Al otro lado del río está La Fonseca y allí la Ermita..(Parte de texto omitido)

        Al llegar a Contreras hemos dejado la carretera metiéndonos por un camino de carro que baja hasta el río siguiendo el contorno de su cauce para alcanzar una revuelta en donde se alzan unas casas y una presa.

«Hace mucho frío». El aire helado balancea la ropa tendida a la puerta de una de las casas. Llamo y nadie abre. Tamborileo sobre los cristales de una ventana al ver a través de ellos unos niños que juegan en el interior acurrucados sobre el cuadro de luz solar. Abre la ventana una mujer.

—¿Este es el molino y la central?

—Sí, señor.

—¿Y para ir a La Fonseca?

—Detrás de la casa arranca el camino. Usted va por él hasta llegar a unas piedras que no le dejarán pasar, y luego andando cruzará el río. Siga por una senda... y ya llegará .

        El camino se estrecha cada vez más y el coche pasa rozando el talud de las curvas. Abajo el río está salpicado de rápidos cuajados de espumas blancas que coronan las rocas puntiagudas como tajamares en el centro de la corriente. El monte se viene hacia nosotros cubierto de pinos. Ya vemos las piedras que impiden el paso por la carretera y abandonamos el coche.

        El lecho del río Cabriel forma ahora un pequeño y profundo cañón. La trocha por la que andamos se retuerce, sube y baja bordeando matorrales espesos, troncos de pinos y matas floridas de «pedorretas». Sus flores moradas destacan sobre la mancha verde del pinar.

        A derecha e izquierda van surgiendo las paredes de roca cortadas a pico. Algunas de ellas, bien escalonadas, parecen los gigantescos contrafuertes de una catedral. Otras semejan cipreses de piedra, pues son como agujas grises increiblemente altas y afiladas que emergen de la frondosidad de las copas. La crestería de algunos farallones, incisivas como cuchillos son como dentelladas del monte que muerde un buen pedazo de la carne azul del cielo... ¡Cuántas escaladas peligrosas para los montañeros!

        El río Cabriel se ha comido la tierra de las orillas y ahora se apretuja entre las paredes acantiladas y desnudas de las rocas. Sus aguas son azules y verdes. Rugen los remolinos en los meandros muy profundos que ponen temblores de vértigo en los pasos difíciles. La senda se acaba sobre el agua. En la pared vertical han clavado unas estacas y han tendido unos troncos de pino formando una cornisa encima del río. Pasamos por ella. Es "el primer puente". Hay una estrecha trinchera cortada a golpes de pico en el talud vertical que desemboca sobre un remanso del río que tiene a su derecha una gruta profunda alfombrada de fina y dorada arena.

        Hay que salvar ocho metros de agua y para ello han tendido un puente colgante formado por delgadas tabicas sujetas por dos sencillos cables paralelos. Es "el segundo puente". Pasamos uno a uno. Pese a ello el puente se balancea y por un momento, lo confieso. siento que me precipito en el vacío. Me detengo y avanzo poco a poco procurando que el paso sea irregular para evitar el vaivén.

        "Hace mucho frío". El viento encajonado nos hiela las manos y las ráfagas racheadas irisan el agua quieta de las pequeñas calas. En la desembocadura del cañón aparece el "tercer puente". Este es de hierro, por fortuna, aunque el piso es de troncos sueltos en sustitución de tablas carcomidas.

        Al cruzar el Cabriel hemos entrado otra vez en la provincia de Valencia. Ahora apretamos el paso para entrar en calor. El valle se extiende ancho entre colinas cubiertas de negros pinares. El río corre mansamente bordeando campos de trigo y espesos cañaverales que alternan con algunos bancales de pequeñas huertas. Arrimada a una suave colina aparece una casa de dos pisos muy desmantelada, pero de buena construcción. Todavía sobre el alero destacan los restos de un acroterio barroco.

—¿Es esto La Fonseca?

—Sí , señor .

—¿Y la Ermita?

—Sigan la senda y ya llegarán.

—¿Es esta la casa del alcalde pedáneo?

—Sí, señor.

—¿No está?

—No, se fue a Minglanilla. Pero allí, en la aldea, vive una familia y le enseñará la Ermita

—Pues muchas gracias y adiós.

        La mujer y la hija, una chiquilla con un mantoncillo rojo bien enrollado al cuerpo, nos siguen con la mirada hasta que desaparecemos tras un cañaveral amarillento y enano. En la espesura de hojas secas el sol calienta nuestros miembros ateridos y nos conforta. Salvamos unos barrancos, cruzamos unos campos en barbecho y al fin aparecen cuatro o cinco casas en ruinas y apuntaladas con largos espeques. A la derecha de estas edificaciones se ve el tejadillo de la Ermita y su espadaña con la campana. Más abajo se distingue la larga cinta del río como una corriente de fuego. El sol se baña en sus aguas y las convierte en un torrente de oro.

        En esta aldea solamente vive don Pedro Heredia Ruiz con su mujer y su hija. Tiene otra hija casada que vive en Valencia, y un hijo que está  en Minglanilla.

—Estamos—nos dice después del saludo—a cuatro horas de Venta del Moro y a tres y media de Minglanilla.

—¿Y no le asusta esta soledad?

—A todo se acostumbra uno. Cuando estalló la guerra nosotros no nos enteramos. Aquí no pasa nada.

        Es un hombre atento y servicial. Habla bien y tiene en sus ademanes un innato señorío.

        Nos enseña la Ermita dedicada a San Antonio. Es un pequeño edificio con tejado a dos aguas y piso de ladrillo rojo. Tiene un zócalo pintado de color canela y unas paredes policromadas con dibujos de estilo imperio que forman recuadros entre columnas también pintadas. El techo es plano, Iimitado por una escocia. Tiene púlpito exento y un altar de obra con una imagen del Santo bajo una sencilla archivolta de yeso, rodeada de flores artificiales. En la pared hay unas cuantas oleografías dela Dolorosa, la Virgen de los Desamparados, la Santísima Trinidad, el Santo Sepulcro y algunos exvotos de cera.

Ermita de la Fonseca

—Todos los años se celebra la fiesta y venía el cura de Venta del Moro para decir misa. Nos juntábamos unos cuantos vecinos y comprábamos turrones y golosinas. Luego se cocinaba la paella y nos poníamos todos juntos a comer. Pero el año pasado se derrumbó el techo de la sacristía y ya no hicimos la fiesta.

—¿Y ya no queda nadie?

—Sólo mi vecino, el señor Celestino que es el alcalde. Vive en esa casa primera que ustedes han visto a la salida del cañón... ¿Quiere que le cuente un hecho curioso?

—Sí, señor.

—Pues cuando la guerra, ya muy entrada, vinieron unos y le quitaron el Niño a San Antonio y lo tiraron a una presa que está aquí cerca y dijeron: «Veremos si ahora haces milagros». El Niño se fue río abajo y ese que tiró al Niño, un día cayó al río y lo sacaron ahogado en la misma presa...

—¿Y esta imagen es aquélla?

—No, señor. Esta la compramos después de la guerra.

        Nos enseña su casa, blanca como la nieve, limpia y reluciente con su loza bien colocada en los vasares adornados con papeles de color, y cuando nos despedimos nos dice:

—Al pasar por el puente colgante vayan con cuidado. Pasen uno a uno... y pisando bien las tablas .

 

LLUCH GARÍN

13 de enero de 1967

Asociación Cultural Amigos de Venta del Moro
Lebrillo 1